viernes, 8 de diciembre de 2017

Pesadilla en Vodafone Street



Voy a narrar sucintamente lo que les pasó a mis suegros por rodearse de malas compañías.

Todo empezó una agradable tarde de verano. Estaban ya vestidos de calle y dispuestos para dar un paseo cuando, de repente,  llamaron al timbre de su puerta. Dos hombres,  uno alto y guapo, el otro no, irrumpieron en sus vidas. Se identificaron -es un decir- como comerciales de Vodafone, y mis suegros, que ya estaban predispuestos a escuchar ofertas de telefonía pues consideraban que pagaban demasiado en su actual compañía, les abrieron las puertas de su hogar de par en par. Los pasaron al salón y los sentaron en el sofá y, de esta manera, los comerciales pudieron desplegar cómodamente sus alas de seducción. Sólo faltó –atestigua mi mujer- un ofrecimiento de café y de pastas de té. No llegaron a la alcoba, pero consiguieron algo mejor: convencer a mis suegros de que contrataran los servicios de Vodafone. Una oferta fantástica, presumía mi suegra, teléfono fijo, dos móviles con tarifa plana, internet a no sé qué velocidad y televisión, todo ello  por no sé cuánto. ¡Una ganga!

Como suele suceder en este tipo de crímenes, mis suegros les proporcionaron todos sus datos personales, y el comercial guapo, que tenía mucha labia –el otro debía estar en prácticas-, les dio una hoja escrita a mano en la que, se suponía, aparecían las condiciones de la oferta. No hubo café ni pastas, pues tampoco hubo un contrato formal. El guapo les garantizó que en tres o cuatro días tendrían todos los servicios.

Ahí empezó la pesadilla en Vodafone Street. Les cambiaron el número de teléfono fijo, a pesar de haber solicitado portabilidad. Es provisional –les tranquilizaron-, es sólo para que la antigua compañía no pueda contactar con ustedes –bueno, esto último no lo verbalizaron, lo suponemos-.
Durante unos cuantos días, unos quince, no dejaron de tener problemas. Perdieron la conexión a internet, perdieron la telefonía fija, perdieron la paciencia. El teléfono de atención al cliente les daba largas y ninguna solución. Desesperados y al borde del suicidio, un día soleado, a modo de Deus ex machina, reciben una llamada telefónica, su antigua compañía, Orange. Temerosa de que marchen a la competencia (la mera solicitud de portabilidad hace milagros), les hace una nueva oferta, una oferta fantástica: teléfono fijo, dos móviles con tarifa plana, internet a no sé qué velocidad y televisión, todo ello  por no sé cuánto. ¡Una ganga! Y lo mejor: la posibilidad de perder de vista a Vodafone. A mi suegro casi se le caen las lágrimas, sí, sí quiero.

Y, sin embargo, se mueven. Vodafone les exhorta a que les devuelvan los aparatos (router, deco,…). ¿Cómo? Por correo, a costa del cliente; por  mensajero, a costa del cliente; o entregándolos en una oficina de Vodafone. Optan por esto último. En la tienda no lo recogen; les falta no sé qué número de referencia. Vuelta a casa con los aparatos entre las piernas, humillados y ofendidos. Intento de contactar con Vodafone. Complicado. Es paradójico cuán difícil  resulta comunicarse con una empresa precisamente de comunicación. Al final, mi suegra, iracunda, regresa con los aparatos a la tienda de Vodafone para que se los metan donde les quepan. Más negativas, pero ella amenaza con no marchar hasta que se lo recojan o hasta que le den una hoja de reclamaciones. El milagro se hace: aceptan los aparatos y le entregan un recibo de la devolución.

¿Fin de la historia? Pues no, Fukuyama. Vodafone, a pesar de la devolución, sigue enviando varios mensajes al día para que paguen lo que deben. Acoso sexual: no paran de tocarles los cojones. Vuelta a la tienda, les dicen que es normal (sic), que es una máquina programada para repetir el mensaje. Que no hagan caso, que sólo durará unos días…


En fin, en ese punto estamos. Ya les contaré, si les apetece, cómo acaba la historia. Si es que acaba.


domingo, 22 de octubre de 2017

¿Cuántas naciones hay en España? ¿2,4,17,...?



La pregunta, así formulada, me parece ingenua (si la intención es buena) o tramposa (cuando no lo es). Es como preguntar a tu pareja, en una escala de 1 a 10, cuánto te quiere. Se hace, ya lo sé, y se suele responder 10, u 11, ó 100, o infinito, pero ninguna respuesta es científica. Ninguna respuesta podría serlo.

Las naciones, como el amor, se sienten pero no se ven. El concepto de nación es vaporoso, pero que sea vaporoso no significa que no exista.

El padre de la nación se llama nacionalismo, y su obsesión es casar a su querida hijita. Ya le tiene echado el ojo a un buen partido: el Estado. Si consigue casar a la hija, piensa, la habrá dejado en buenas manos. El Estado es un hombre influyente, tiene poder, dinero, prestigio…
Bien, ya tenemos a la pareja que se puso de moda en el siglo XIX: el Estado-nación.

Dejemos la poesía que no lleva a nada bueno, y pasemos a la prosa. Pero, ¿qué demonios es una nación? Muchos autores han tratado de responder a esa pregunta y ahí está la bibliografía para quien quiera flagelarse. Para este humilde escrito yo me quedo con una definición sencillita, de moverse por casa. Una nación sería una comunidad humana, asociada a un territorio, que comparte algunos rasgos culturales comunes: una religión, una lengua, una historia, una etnia,…y cuyos habitantes son conscientes de esa particularidad.

¿Qué es el Estado? ¡Bien!, ¡ya era hora de que preguntaran algo fácil! Un Estado es una organización política, dotada de soberanía, que integra la población de un territorio perfectamente delimitado. Es muy fácil de percibir, no desde el espacio, pero sí con un mapa político en las manos.

Volvamos al concepto espinoso (ojo, tiene espinas, pincha) de nación. José Alvarez Junco, un historiador que no simpatiza en absoluto con la causa indepe, tiene, sin embargo, un libro muy interesante: Mater dolorosa, la idea de España en el siglo XIX. En su primer capítulo define nación a partir de los dos requisitos antes mencionados y que merece la pena recordar: Primero: unos hechos objetivos (que sean objetivos no significa que no puedan ser controvertidos sino que están ahí), que consistirían en la existencia de algún rasgo cultural común. Un buen ejemplo es una lengua propia. Y segundo: un aspecto subjetivo (que está en los sujetos), a saber, la conciencia por parte de la comunidad de esa particularidad, y, en ocasiones, la voluntad de disfrutar de algún tipo de autogobierno, que podría ser absoluto (recordemos el matrimonio Estado-nación) o limitado, como en los estados federales o en nuestra moribunda España autonómica.

Muchas culturas –la mayoría- carecen de Estado propio. Si pensamos, por ejemplo, en el criterio lingüístico (que sólo es uno de los posibles) vemos que en el mundo hay más de 8000 lenguas, con sus dialectos, y que únicamente hay unos 200 Estados; está claro que no hay candidatos para tanta moza (o mozo)  suelto. Sin el respaldo de un Estado, algunas de estas culturas han muerto, otras morirán y otras sobrevivirán como buenamente puedan.

Bien, volvamos al caso de España. España es, sin género de dudas, un Estado. ¿Y una nación? Yo creo que también, pero no la única nación que hay en el Estado español. Por lo menos, Catalunya y Euskadi también son naciones, incluso Galicia, si no fuese porque nunca sabes si está subiendo o bajando. Y puestos a ser generosos, ¿podría Andalucía considerarse una nación? Yo creo que reúne los requisitos objetivos: una cultura bastante distinta de la castellana, el habla, la arquitectura,… si no se casa es porque no quiere. ¿Y qué decir de las islas Canarias? ¿Y han oído hablar de los comuneros de Castilla? Así entre naciones confesas y gozosas, latentes, potenciales, y posibles, resulta estéril tratar de establecer un número.

La controversia, me parece, deberíamos ceñirla al debate entre la visión de una España uninacional, en la que se considera que la única nación es la española, patria común e indivisible de todos los españoles, tal como reza el artículo 2 de la CE, y que, no olvidamos, fue redactado por los militares; y otra visión plurinacional en la que no es tan importante, en principio, determinar cuántas o cuáles son las naciones, sino que lo esencial sería adoptar una actitud abierta a la manera de entender, de sentir, la cuestión nacional.

Hasta el momento presente no he encontrado argumentos intelectuales –a por ellos, oeeee- consistentes que sostengan la primera hipótesis, aunque sí un potente ejército propagandístico (el propio Estado y sus instituciones, los medios de comunicación, el mundo del deporte,…). La segunda visión me parece intectualmente mucho más sostenible y más enriquecedora.

En cualquier caso, el reconocimiento de naciones dentro de un Estado no implica necesariamente la secesión de esos territorios y la creación de nuevos estados. Los Estados federales son un buen ejemplo del maridaje entre el autogobierno y los lazos de solidaridad dentro de un Estado mayor.
Todo esto venía a cuento por el lío que está ocurriendo en Catalunya -en España-, con el proceso soberanista. No sé cómo saldremos de esto, pero no me cabe duda de que una de las claves está en la visión nacional.

Suerte ¡…y al toro!



Para flagelarse más (yo ya lo hice):

ALVAREZ JUNCO, José: Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX

ANDERSON, Benedict: Comunidades imaginadas

BAÑOS, Antonio: La Rebel.lió catalana. Notícia d´una república independent

BILLIG, Michael: Nacionalismo Banal

FONTANA, Josep: La formació de una identitat. Una història de Catalunya

GELLENER, Ernest: Naciones y nacionalismo

RENAN, Ernest: ¿Qué es una nación?


RIQUER I PERMANYER, Borja de: Anar de debò, Els catalans i Espanya

lunes, 9 de octubre de 2017

Unionistas con piel de cordero



Ayer se manifestaron en Barcelona miles de personas por la unidad de España. Parte de ellos provenían de fuera de Catalunya, y por un día pudieron sentirse ciudadanos de Reus, Cervera, Granollers, etc. dependiendo de la pancarta que les tocara llevar. Los medios de comunicación los definen como unionistas, y aunque efectivamente lo son, me parece que lo esencial no es sólo que es sean unionistas, sino que, en su mayoría, también son anti-derecho-de-autodeterminación-para-Catalunya y, me temo, anti-Hablemos (anti-Parlem). El matiz es importante.

Esas personas no están precisamente solas. Un alto porcentaje de la población española, el Partido Popular y el peso del Estado central está tras (o delante de) ellos, y, lo que es determinante: también lo está el mainstream, el discurso dominante en los mass media españoles.

Ser unionista en Catalunya (y en España) es una opción tan respetable como ser independentista, federalista o nihilista: la diferencia es que mientras en un referéndum de autodeterminación, con las debidas garantías democráticas, todos tienen la posibilidad de pronunciarse y ser considerados con la lógica limitación de una persona, un voto; si hurtamos a los catalanes la posibilidad de decidir conjuntamente el futuro de su relación con España, los independentistas, e incluso los federalistas, no tienen más voz que la que se desgañita en las manifestaciones.

Lo siento, respeto el unionismo, pero no el fascismo que trata imponer a los demás su propia visión. No es casualidad que se vieran banderas españolas con el aguilucho y saludos fascistas en la manifestación. No todos  serían fascistas, por supuesto, pero…

Esta y otras manifestaciones unionistas celebradas por la geografía española parecen defender no solo su visión unitaria de España, respetable, como dije antes, sino además, la total aniquilación de otras posiciones,  vía referéndum o, sencillamente, mediante el diálogo (Hablemos-Parlem).

Si, como sospecho, el grueso de los manifestantes no sólo se manifestaba por la unidad de España sino también por acallar voces disidentes, y para aplaudir la política represora del PP y del Estado, no puedo respetar su postura. Condición sine qua non de cualquiera que se considere demócrata es ser también anti-fascista, y mucho de ellos no lo son.

El fascismo se despereza en Europa, pero en España hace tiempo que se pavonea confeso y gozoso.




miércoles, 6 de septiembre de 2017

Lo que pasa en Catalunya...




Hace unos días  estuvimos con una pareja de amigos de Salamanca que vinieron a Gijón. Cuando el sol ya se había puesto y nuestra conversación languidecía con el día, Zacarías me preguntó: ¿y tú qué piensas de lo de Cataluña?  Te voy a dar mi opinión –añadió casi sin respiro- a mí me parece que allí se quieren montar su propio cortijo unos cuantos…

Resoplé. No es que no quisiera hablar del tema, es que era sabedor de que dijese lo que dijese, no me entenderían. No lo entenderían. La frase de mi amigo no es original; se trata de uno de los leitmotivs del discurso dominante, como diría Javier Ortiz, al sur del Ebro.

Empecé mi alegato y ella enseguida desconectó. Él me escuchó todo el tiempo con respeto pero con recelo, o eso me pareció.

Uno tiende a pensar que con la palabra razonada es posible persuadir al otro de casi cualquier cosa, pero la realidad es obstinada y te muestra repetidamente cuán difícil es que los humanos cambiemos nuestra manera de pensar. Nos sentimos más seguros guarecidos en nuestra covacha de ideas.  Somos demasiados perezosos o miedosos -o ambas cosas- como para exponernos a la intemperie, donde quién sabe qué rayos de ideas podrían caernos encima. He ahí la primera dificultad: salir de la caverna y cuestionarnos nuestras propias opiniones.

Vayamos a por la segunda. Hablar de nacionalismo cuando se parte de sentimientos distintos es muy delicado. El discurso lo controlan más nuestras emociones que nuestra capacidad de razonamiento. Por ello no suelen conducir a un entendimiento.

El tercer escollo -casi insalvable- es el hecho de estar expuestos permanentemente a determinados discursos e intereses. Mientras que en Catalunya (también en Euskadi) coexisten dos discursos -y sus matices-,  en el resto del Estado sólo existe uno. (Bueno, para ser justos hay que admitir que hay dos: el que no quiere oír hablar de más nación que la española –claramente hegemónico- y el que tímidamente y con la boquita pequeña balbucea algo sobre plurinacionalidad o hace malabarismos con las palabras: nación de naciones,…. Los medios de comunicación - de persuasión-  bombardean a diario a ambos lados del Ebro. Pero al sur del río, sólo caen las bombas de un bando. ¡Qué aburrido, no sabéis lo que os perdéis!

La cuarta dificultad creo que es el desconocimiento. Me parece que gran parte de la población española ha aprendido una Historia esencialista focalizada en la unidad de destino de España. No diré que sea una Historia falseada, aunque lo piense, pero sí interesada, como todas, dicho sea de paso.  Pero esa orfandad de matices impide tener  una visión comprensiva (en todas sus acepciones) de la Historia de los pueblos que han pululado y siguen pululando esta península.

Una quinta dificultad viene condicionada por la cuestión económica, la butxaca. Catalunya, con un 17% de la población española y un 19% del PIB nacional,  es una de las vacas gordas del Estado: ¿quién querría desprenderse de una fuente de riqueza así?

Concluyendo,  vivir en una zona determinada de España no es determinante para tener una opinión u otra, pero, estadísticamente, me parece que es un elemento que suele condicionar esa opinión.
Todo esto,  me parece, son ingredientes que, en el común del ciudadano, han dificultado tradicionalmente el entendimiento entre Catalunya y España.

Así, cada vez que uno lee o escucha argumentos, muchas veces bien razonados, otras no tanto, defendiendo determinada postura, tengo la sensación de que nada más empezar la primera línea, nuestro cerebro ya tiene formada una opinión favorable o desfavorable del mismo. Y es que, como decía Eduard Punset con desmedido acento catalán, el cerebro no está diseñado para averiguar la verdad, sino para sobrevivir.

Me gustaría estar equivocado, y seguiré actuando como si lo estuviera. Continuaré dando mis opiniones, adaptadas al interlocutor, con la esperanza de que algún día, más pronto que tarde, nos entendamos. Debe ser cuestión de supervivencia…

Por ello, esa agradable tarde de verano, cuando el sol se había puesto, le conté a mi amigo castellano cómo veía yo lo que pasa en Catalunya.


sábado, 12 de agosto de 2017

Tourists, go home


A veces – o sea, casi siempre- cuando hojeo la prensa o escucho en los medios a algún político o periodista hablar de un tema de actualidad, siento tanta rabia que me dan ganas de llamar al tío la vara para que acabe con tanta tontería. La última: eso que han bautizado los medios como turismofobia.

Es un hecho que el sector turístico aporta beneficios económicos a las empresas del sector; que el turismo –que no los empresarios- genera puestos de trabajo (de dudosa calidad, por cierto), y que, indirectamente,  a través de los impuestos, genera ingresos en el país. También es un hecho que de no tener tanto peso el turismo, tal vez, podríamos dedicarnos a otras actividades económicas más productivas, de mayor valor añadido (pregunten a los alemanes, por ejemplo). No lo hicimos. En economía eso se llama coste de oportunidad.

Incluso admitiendo los aspectos económicos positivos del turismo, no es menos cierto que la masificación del turismo crea también problemas, y no pocos.

Por desgracia, a veces-o sea, casi siempre- hay que hacer bastante ruido para que te oigan -ya no digo para que te escuchen. Y en ocasiones algunos se pasan de la raya. No pretendo justificar esas pequeñas acciones delictivas como asaltar un autocar y hacer pintadas con frases del tipo “tourists, go home”. Pero, una vez más, echamos en falta un auténtico debate  político y mediático.

¿Qué tipo de problemas crea la masificación del turismo en las ciudades? Que se lo pregunten a los barceloneses, por ejemplo. Que se paseen por el centro de la ciudad o por el barrio de la Barceloneta. O mejor, que vivan allí una temporadita –si pueden pagarse el alquiler, claro.

Por citar solo algunos de los efectos indeseables: gentrificación, generación de residuos urbanos, sobresaturación de transporte público, molestias, encarecimiento de la vivienda y de otros productos y servicios, conversión de las ciudades en parques temáticos, etc. Y esto por no hablar del turismo a mayor escala; la actividad turística ha destruido ya gran parte del litoral mediterráneo. Hoteles, apartamentos, piscinas, campos de golf,…¡en una región seca!

Debe de haber demasiados intereses económicos en este país para que, especialmente desde la derecha, no haya un debate serio sobre el modelo turístico. El “debate”, por llamarlo de alguna manera, se limita a frases del tipo “Hay que mimar el turismo; de ello dependen los empleos de miles de familias”, Rajoy dixit. ¡Qué profundidad!, ¡qué gran intelectual se ha perdido este país!  O ese sabio consejo de Cristina Cifuentes a Ada Colau: ¡contundencia contra los violentos!

Y los mass media, claro, les siguen el juego. Así, cuando surgen voces críticas, como la misma Ada Colau, tratando de abrir un debate sobre el modelo turístico,  en seguida salen los perros de presa –de prensa- para defender a sus amos. No entran a debatir, no se mueven con argumentos. Supongo que son conscientes de su debilidad en ese terreno, así que se limitan a linchar al adversario con adjetivos supuestamente negativos: radical, antisistema, comunista, retrógrado, y otros que se venden como un pack, y que son muy útiles pues sirven para otras ocasiones.

Este es el nivel del discurso en este país; insultos, descalificaciones, señalar la anécdota en lugar del problema de fondo, y todo, en definitiva, para silenciar el debate, para acallar la reflexión. Y así  nos va…


jueves, 13 de julio de 2017

El comercial que me quiso estafar

Voy a relatar algo que me sucedió hace unos días.
Suena el timbre y levanto el interfono. Al otro lado, una voz de hombre que desconozco pregunta por mí (con mi nombre completo), y dice que han intentado contactar conmigo desde hace seis meses por un error en mi factura del gas. Le franqueo la puerta del edificio y sube. Es un joven de unos treinta años, acompañado de otro joven que, como me diría más adelante, está aprendiendo.
Me muestra en una tablet una factura de ejemplo para que entienda lo que le ocurre a mi factura. Según él hay un error en la misma: me estarían facturando dos empresas distintas (Gas natural y FECSA Endesa), y si no soluciono el problema en el plazo de dos días, se entenderá como una renovación con ambas por un año más. Todo me suena muy extraño; le digo que no entiendo nada. Me dice que si le muestro mi factura me lo explicará. Le digo que no la tengo a mano, lo cual es cierto pues las recibo por correo electrónico, pero, en ningún caso –pienso- le mostraría mi factura.  Intenta, no obstante, explicar lo que ocurre. Es todo muy confuso. Estaría –según él- con una comercializadora y con una distribuidora a la vez, y por eso pago más de lo que debería. Le digo que toda esta historia me parece muy extraña, pero que, no obstante, comprobaré mis facturas. También le advierto que en este momento no voy a tomar ninguna decisión. Se ofrece a pasar en un día o dos para solucionar el problema. Marchan él y su compinche.

Me ha puesto nervioso. Llamo por teléfono a la empresa con quien tengo contrato de suministro de gas (Gas natural). Mientras estoy contando la historia me siento ridículo, cada vez veo más claramente lo que la empleada me confirma: en mi factura no hay nada irregular –luego lo comprobé yo mismo-, se trata de un comercial que simplemente pretende que cambie de empresa suministradora, y por lo visto, no escatima en estrategias que no es solo que sean éticamente reprobables, sino que además podrían incardinarse como delito de estafa del Código Penal. En este caso en grado de tentativa.

¡Qué hijo de puta!

Tengo advertido a mis ancianos padres de que cuando vengan comerciales ofreciendo cambiar compañía de electricidad, telefonía, gas, agua, seguros,…que no hagan caso, que ni siquiera abran la puerta o que los larguen pronto y, por supuesto, que no les proporcionen ninguna información. Con ello no quiero decir que no pudiesen obtener mejores precios y/o servicios; es posible que en ocasiones así fuera, pero resulta tan complicado hoy en día entender todos los términos del contrato, que ni siquiera yo contrataría nunca nada con ningún comercial que viniese a casa o que me llamase por teléfono. Antes de cambiar de compañía trato de buscar toda la información en Internet, lo cual, por cierto, tampoco es siempre  fácil.

Pero volviendo a esta historia, lo que yo jamás hubiese imaginado es que uno de esos comerciales casi consiguiera engañarme. En ningún caso hubiera consumado su fechoría, pero sí logró sembrar dudas con su narración.


Han pasado ya varios días y el comercial-delincuente no ha vuelto por mi casa, ni volverá. Me hubiese gustado reencontrarme con él. Lo habría mirado con cara asesina y le habría espetado: cuéntame otra vez lo del otro día porque no lo acabé de entender, pero esta vez lo vamos a grabar, por tu propia seguridad


jueves, 29 de junio de 2017

San Amancio, bueno, mártir





Ayer sin ir más lejos leí otra “Carta al director” en un diario local en la que se encomiaba la donación de 320 millones de euros del dueño de Inditex Amancio Ortega para la adquisición de máquinas contra el cáncer. En el mismo panegírico se aprovechaba –ya puestos- para despotricar de algunas voces de Podemos, que critican la donación hasta el extremo de abogar por el rechazo de la suma, sin paliativos.
El País, periódico sedicentemente progresista, aplaudía, digo titulaba: “Pacientes y sanitarios aplauden las donaciones de Amancio Ortega”. Reacciones parecidas en toda la prensa nacional.

El argumento para el rechazo es el siguiente: desde una concepción de Estado social, al que debemos tender, Amancio Ortega debería pagar esa cantidad, y seguramente mucho más, a través de los impuestos. En un Estado verdaderamente social, las donaciones, la limosna, no tendrían cabida.

El razonamiento para la aceptación de la donación es más variado: desde posiciones más tradicionalistas, donde la cultura de la limosna está perfectamente aceptada e interiorizada, hasta otras que, aun entendiendo como deseable la vía del Estado social, consideran que mientras este no esté plenamente desarrollado, las donaciones, la limosna, son necesarias. Funcionarían como uno de esos complementos vitamínicos que venden en farmacias.

El problema - uno de ellos-  del primer argumento es que no parece dar soluciones inmediatas; y a los que ahora tienen el problema  no es  de recibo decirles que deben sacrificarse en aras del progreso social.

Y el problema del segundo -uno de ellos- es el “MIENTRAS”.
¿Cuánto dura un MIENTRAS? ¿A qué unidad de tiempo es equivalente? ¿Puede un MIENTRAS erigirse en un muro infranqueable o, al menos,  en un freno? ¿Puede un MIENTRAS funcionar como desalmada coartada para los poderes públicos y para la propia población?  ¿Cuánto debemos esperar mientras…?

No veo gran diferencia, en lo esencial, entre decir que mientras no llegue el deseable Estado social son necesarias las donaciones o las limosnas, y pensar (seguramente inconscientemente), que mientras haya donaciones o limosnas, no es tan urgente luchar por el Estado social. O dicho más cruelmente,  es más fácil y menos agotador silenciar nuestra conciencia con una limosna, a manifestarnos por algo tan vaporoso como eso de ”la justicia social”. También es más sencillo aplaudir esas “generosas” donaciones a exigir cambios legislativos a los poderes públicos.

Si cultivamos la cultura de la limosna, bien sea a pie de calle –nunca mejor dicho-, o través de donaciones de fundaciones, de  millonarios o de concursos de televisión como la Marató de TV3, etc. me parece que ponemos en riesgo el avanzar en políticas redistributivas. Habrá que piense que ambos objetivos son compatibles. Técnicamente, tal vez, pero en la práctica tengo mis dudas.

Sobre Amancio Ortega, poco que me apetezca decir,  bueno, mártir y, sobre todo, explotador.

lunes, 19 de junio de 2017

El desfile



Tengo la costumbre de tomar notas de los libros que leo cuando me parece que merece la pena. Hace tiempo leí "Sociofobia" del siempre estimulante César Rendueles. En un pasaje del ensayo nos presenta la distribución de la riqueza en España como un desfile encabezado por los ciudadanos más pobres, que tendrían una estatura menor, y que finaliza con los más ricos, que aparecen como gigantes. Es una manera curiosa, casi divertida, si no fuera por lo tragedia que esconde, de presentar esta realidad. A continuación os dejo íntegramente el extracto del desfile.

"El desfile comenzaría con gente muy bajita cuya altura va creciendo lentamente. A los diez minutos las personas que pasan delante de nosotros apenas llegan al metro de altura (un salario de unos mil euros brutos). Poco a poco la altura va aumentando y al llegar a la media hora —o sea, la mitad del desfile—, la gente que pasa ya mide un poco más de metro y medio (mil quinientos euros brutos). Cinco minutos después por fin se alcanza la altura media de ciento setenta centímetros. La verdad es que el desfile es un espectáculo muy aburrido. La altura aumenta muy lentamente y son un montón de gente. A los cuarenta y ocho minutos empieza a pasar gente con aspecto de jugadores de baloncesto de hasta dos metros y medio (dos mil quinientos euros) y en los últimos cinco minutos vemos llegar a personas de más de tres metros. En el último minuto por fin las cosas se ponen interesantes. Aparece gente muy alta, el 0,5% de la población, de más de diez metros. Entre ellos Mariano Rajoy, que mediría unos quince metros Entonces pasan unos pocos miles de asalariados que en España ganan más de seiscientos mil euros al año. Primero los más bajitos, que miden unos cincuenta metros (como una piscina olímpica), entre ellos José María Aznar. Al final los superasalariados, como Alfredo Sáez, consejero delegado del Banco Santander, que gana nueve millones de euros al año y mediría setecientos cincuenta metros o el futbolista Cristiano Ronaldo, que gana un millón de euros al mes y mediría todo un kilómetro. Aun así, estas estaturas son relativamente bajas si las comparamos con las de los muy ricos, que pasarían como centellas en los últimos instantes del desfile. En este caso no hay salarios, claro. Pero si pensamos en una gran fortuna de unos mil quinientos millones de euros (por ejemplo las de Florentino Pérez o Alicia Koplowitz) que rindiera al año un modesto 4%, tendríamos una altura de cinco kilómetros, más que el Mont Blanc. Incluso si aplicamos un criterio aún más restrictivo (digamos, el 2% de rendimiento), en los últimos instantes del desfile pasaría a gran velocidad una masa inverosímil. Es Amancio Ortega, dueño de Inditex y uno de los hombres más ricos del mundo, que con una fortuna estimada en treinta y siete mil millones de euros mediría más de sesenta kilómetros y tendría dificultades para respirar porque su cabeza estaría en la mesosfera. Dicho al revés, si Florentino Pérez midiera un metro setenta, una persona normal sería como un ácaro, o sea, invisible. Si tomáramos en consideración el patrimonio, las desigualdades serían mucho mayores, al igual que si el desfile fuera mundial. Grosso modo, unas mil doscientas personas tienen un patrimonio de más de mil millones de dólares en todo el mundo, sobre una población global de siete mil millones de personas y con unos ingresos medios mundiales de unos dieciocho mil dólares."


De "Sociofobia", César Rendueles


sábado, 1 de abril de 2017

La niñas que no entendían de racismo





Quiero referir la sensación que tuve hace unos días cuando mi sobrina Carla, que tiene ocho años,  me enseñó en el teléfono móvil un corto que se ha hecho viral en la red.

Se trata de un corto griego llamado “Jafar”.  En la sala de espera de una clínica se encuentran, aparentemente por casualidad, un joven de apariencia árabe con un matrimonio y su hija, que podría tener ocho años. Estos últimos muy blanquitos y muy respetables. La niña, ingenuamente, se sienta al lado del joven árabe, y rápidamente los padres la recolocan lejos del mismo, guardando todos ellos distancia respecto del joven. En la siguiente escena hacen entrar a todos en la sala del médico, y éste les presenta al donante de médula de su hija, que no es otro que Jafar, el árabe.
Moraleja: no debemos ser racistas.

Pero yo no quería escribir exactamente sobre el corto; hay multitud de ellos con mensajes similares. Yo quería contar lo que sentí cuando le pregunté a mi sobrina si había entendido el vídeo. Me miró con cara de pero-qué-se-cree-este-que-soy-tonta, y espetó: pues claro.
Explícamelo- la desafié. Pues –dijo más o menos- es de unos padres que tienen una niña que está enferma… y necesitaban un trasplante de algo,… y el chico se lo dio.
¿Eso es todo?-le dije. - me contestó mi sobrinita, no sin cierto mosqueo. Yo iba esbozando una sonrisa, y mi mujer que estaba presenciando la escena le preguntó: Carla, ¿qué pasa al principio, en el sofá? Y ella respondió: no sé, que se hacen un lío,  no saben cómo sentarse,…

Creo que mi sonrisa se hizo más amplia, y que con ella pude abrazar a mi sobrina. Es maravilloso: ¡no ha entendido el vídeo, no lo ha entendido! ¿No es adorable?...

Tampoco la niña del vídeo, que espontáneamente se sienta al lado del joven árabe, sabe qué es racismo.

Los niños –los seres humanos- de manera natural no somos racistas, ni xenófobos, es necesario un aprendizaje para serlo. Y otro, en sentido contrario, para dejar de serlo. A lo largo de nuestras vidas estamos constantemente sometidos a mensajes, en ocasiones claros y en otras sutiles, que engendran o refuerzan el sentimiento de rechazo hacia otras personas o, mejor dicho, hacia otros grupos de personas. Las pretextos pueden ser varios: la raza (el racismo), la nación (la xenofobia) o la clase social (el clasismo), pero el resultado es siempre pernicioso e indeseable.

Algún día, más pronto que tarde, mi encantadora e ingenua sobrina entenderá el vídeo. Habrá interiorizado el rechazo que grupos de seres humanos sienten por otros grupos. No sé cómo digerirá esa información, y si serán necesarias varias digestiones, pero espero que sea una persona tolerante y libre de estúpidos e interesados prejuicios.

Por el momento, nosotros seguiremos disfrutando de su candor.



sábado, 25 de marzo de 2017

Gijón, città aperta


Ayer Gijón era una ciudad ocupada por las Fuerzas de Seguridad del Estado. Un despliegue policial sin precedentes, al que no estamos acostumbrados por estos hórreos. La razón argüida era el supuesto riesgo para la seguridad ante un partido de fútbol donde jugaba la selección de Israel.

Veamos los antecedentes. En enero de 2016, el pleno del Ayuntamiento de Gijón aprobó con los votos de Izquierda Unidad, Xixón Sí Puede y PSOE una declaración formal denunciando la violación sistemática de los derechos humanos por parte de Israel. Pero, la designación de Gijón como sede del partido de fútbol España-Israel llevó a que el pasado 9 de marzo, el Ayuntamiento, con lo votos de PSOE y Foro Asturias, revocara el acuerdo favorable al BDS (Boicot, Desinversiones y Sanciones, contra la colonización, el apartheid y la ocupación israelí).

La plataforma TARJETA ROJA A ISRAEL convocó para ayer, coincidiendo con la presencia de la selección israelí, una manifestación contra el Estado de Israel.

Salvo en la manifa, yo no vi muchos policías. Se encontraban -según airearon los medios- en los sitios calientes (¡guau!): estaciones de tren, estación de autobuses y aledaños de El Molinón.  Eso sí, no pude librarme en toda la tarde del molesto kra-kra-kra… de los rotores del helicóptero de la Benemérita.


¿De verdad era necesario todo este despliegue? 

Todo me parece muy exagerado. Cada vez que se produce una de estas Mise-en-scène me cuestiono si obedece realmente a peligros reales o potenciales, o, si por el contrario, hay otras razones ocultas. A veces también me pregunto hasta qué punto los propios actores (los policías, la guardia civil,…) son conscientes de que sólo están actuando…No lo creo, a tenor del realismo de sus actuaciones. 

Vale, no siempre es teatro; a veces efectivamente nos protegen de los malos –¡por favor, que alguien me diga quiénes son los malos!-. Pero, me apostaría un guisante a que la mayoría de las veces, lo que se busca es transmitir a la ciudadanía  ciertos mensajes. Por ejemplo, presentar como peligrosos a quienes, salvo excepciones, se manifiestan pacíficamente contra el orden establecido. O, como en este caso, contra un Estado que inflige terror (¿Estado terrorista?)

En una sociedad donde todo es espectáculo, o susceptible de serlo, las demostraciones de fuerza tienen también su cometido. 

En una sociedad donde, como cantaría Serrat,  ellos dicen lo que es malo y lo que es bueno (y quiénes son los malos y quiénes, los buenos), parece, no obstante, necesario recordarlo a cada instante. Propaganda por un lado: obsérvese el tendencioso, as usual, tratamiento que periódicos asturianos y estatales han dado a la lógica respuesta de repulsa a la visita de la selección israelí. Y, por otro lado, uniformes, porras, pistolas y helicópteros para lo que no saben leer la prensa y entender el telediario. Y de paso, para enviar un mensaje a la mayoría dócil, gente de orden y de bien; no se les ocurra ni por un instante coquetear con el bando contrario.

Ayer, como era previsible, la manifestación fue pacífica. El Molinón, que se llena cada domingo que juega el Sporting, registró una triste entrada para ver a la Selección. Creo que el partido lo ganaron los buenos





miércoles, 18 de enero de 2017

La santa espina



Resulta desolador que a estas alturas todavía tengamos que estar discutiendo temas que uno, ingenuamente, piensa que ya deberían estar superados.

La escena ocurrió hace unos días en un aula de la E.O.I de Gijón,  pero bien podría haber tenido lugar en Burgos, en Sevilla o en Cuenca. Fue hace unos días, pero la esencia de la discusión la podríamos encontrar en esos mismos lugares (y muchos otros) hace cien años, y, me temo, también dentro de otros cien, si todavía no hemos acabado con el planeta, y España sigue estando situada donde Dios la puso: en el centro del mundo, como explicaban los libros de Historia de la época franquista.

Una compañera de inglés que trabaja como profesora interina de FOL, y que está presta a seguir presentándose a las oposiciones de Secundaria allá donde se convoquen, se lamenta de que en determinadas comunidades se exija el conocimiento de la lengua propia (catalán, vasco o gallego). Yo decido tomar aire y contar hasta diez. Otra compañera suscribe esa declaración, y matiza, en un alarde de generosidad, que entendería –usa muy bien el condicional y el subjuntivo- que el conocimiento de esas lenguas sirviera para mejorar la nota del examen, sin que, en ningún caso, fuese un conocimiento exigible. Para acabarlo de adobar, perdón, quiero decir, para rematarlo, otra compañera, en lo cada vez más se asemeja a un aquelarre españolista, dice que efectivamente es injusto e inconstitucional (sic) que viviendo en el mismo país no puedan presentarse a oposiciones en esas comunidades donde hay lengua propia.

Sabedor de que mi opinión, en este contexto, está en absoluta minoría, no puedo evitar dar mi punto de vista. Para empezar, corrijo a la compañera que dijo que el resto de españoles no se podían presentar a las oposiciones en esos territorios periféricos. ¡Por supuesto que se pueden presentar! Cosa distinta es que carezcan de algunos de los requisitos exigidos en la convocatoria de empleo público. En todas las convocatorias existen siempre determinados condicionantes que no todo ciudadano español o europeo cumple. Si quieres ser juez o fiscal se te exigirá la licenciatura o el grado en Derecho, ¿alguien lo discute? ¿alguien considera ese requisito injusto o inconstitucional? No, porque no lo es.

Todo el mundo comprende que se exija para ciertos puestos una preparación específica y acreditable en un campo concreto, o un nivel de estudios determinado. Sin embargo, el tema de la lengua propia no se acaba de entender.

Creo que el problema de fondo es que en muchos españoles persiste una determinada visión de España, homogénea, uninacional, y –aunque no sean conscientes de ello- también centralista, que no comulga en absoluto que las sensibilidades nacionales de algunos territorios periféricos. Son personas que a menudo despotrican también de las Autonomías, culpables de todas nuestras desgracias. No acaban de entender que el Estado español es plurinacional, y pretenden reducir a meros particularismos locales, a  un mero colorido folclórico las lenguas, negando asimismo una historia propia de esos territorios. El catalán, por ejemplo, sería como la sardana, una curiosidad local. Lo toleran mientras lo hablen en la intimidad pero, ¡de ahí a exigir su conocimiento, habiendo ya una lengua tan común e indivisible para todos los españoles! Parece que esa es su manera de pensar…

Ante este panorama tan falto de comprensión, tan arrogante, tan arturoperezrevertiano,  ¿todavía les sorprende que haya ciudadanos de esas regiones que deseen divorciarse del Estado Español?