sábado, 23 de mayo de 2020

La banderita




“Banderita tu eres roja
Banderita tu eres gualda
Llevas sangre, llevas oro
En el fondo de tu alma”.

Pasodoble  “La banderita”



Me pregunto si habrá un país en el mundo donde los símbolos nacionales conciten entre sus ciudadanos un abanico de reacciones tan diversas, matizadas y, en no pocas ocasiones, tan enfrentadas como en España.

No hace falta echar la vista atrás muchos años para recordar que en este país la enseña nacional colgaba flácida y mansamente en edificios oficiales, escuelas, oficinas de Correos,…Había que fijarse mucho para darse cuenta de su presencia, y la mayoría de nosotros andamos muy distraídos por la vida. En pocos años ese paisaje urbano y gris se tiñó de colores.

Capítulo I: El Cid Campeador. Al gobierno de Aznar y a su cruzada contra ETA y el nacionalismo vasco le debemos ese primer impulso nacionalizador de la etapa democrática en un país donde el nacionalismo español permanecía aletargado desde la muerte del dictador. Su estrategia le proporcionó no pocos votos. Calentando motores.

Capítulo II: Evasión o victoria. La segunda ola nacionalizadora llegó de los pies de Iniesta y compañía, con un futbol que enamoraba y seguramente sin pretenderlo, desempolvaron las banderas en muchos hogares de la piel de toro. Otros éxitos de deportistas españoles elevados a la categoría de héroes por las voces cavernosas de Matías Prats, los Manolos & company hicieron el resto. Velocidad de crucero.

Capítulo III: Con él llegó el escándalo. La tercera ola nacionalizadora llegó por el frente del Este.  ¡Ay, los catalanes, siempre tan díscolos! ¿Por qué les costará tanto ser buenos españoles? ¿Quién dijo que Barcelona había que bombardearla cada 50 años? Razones diversas que no vienen al caso crearon el caldo de cultivo, y Artur Mas, un político serio, hizo creer que la independencia era posible. Puigdemont puso els pebrots (en catalán “pimientos”, pero mejor traduzcan por “cojones”). La historia del Procés ya la conocen. A toda máquina.

Hasta aquí la ausencia de una asimilación total y sin complejos de los símbolos nacionales por los sempiternos conflictos territoriales. Y es que España, como nación, quedó a medio hacer, podríamos decir que le falta un  hervor. No se enfaden todavía, aún hay más.

La crisis del coronavirus ha vuelto a descolgar banderas españolas de las ventanas. De la mía no, claro. Y lo digo sin acritud: ¿qué pintan las banderas de un país, el que sea, en la lucha contra un bicho tan cosmopolita como un coronavirus? Que alguien me lo explique, por favor, no entiendo nada.

La última explosión de banderas españolas (con sus variantes históricas excepto la republicana): la revuelta de los privilegiados del barrio de Salamanca de Madrid y similares en otras ciudades. Sin entrar en lo más grave del asunto: poner en riesgo la salud pública con la aquiescencia, cuando no compadreo, de las fuerzas del orden, ¿qué sentido tienen las banderas españolas para exigir lo que ellos llaman libertad? Estos indignados (no confundir con los del 15-M) deberían lavarse la boca tras pronunciar tan bella palabra.

La derecha de este país ha hecho de la bandera rojigualda su sayo. Si en el inconsciente colectivo asociamos la bandera española actual a una determinada visión de España, más o menos centralista, y a una ideología política que carga a la derecha -dígaselo a su sastre-,  es obvio que sus defensores no pueden pretender que los que no comulgamos con sus ideas asimilemos acrítica y placenteramente esos símbolos. Y es que esa bandera, ese escudo y ese himno para muchos ciudadanos españoles tienen una carga ideológica muy pesada y, a menudo, demasiado odio para cargar con ellos. No sé qué hace falta para que lo entiendan…O tal vez ya les va bien no entenderlo