martes, 25 de diciembre de 2012

Las rifas para viaje de fin de curso

A mí nunca me ha tocado la lotería. Bien es cierto que tampoco hago lo más mínimo para merecerlo, o sea, jugar. Por Navidad me permito un pequeño dispendio; compro algún décimo, comparto otro, poca cosa. Son, podríamos decir, compromisos.

No he verificado todavía si este año me ha tocado. Entre lo improbable de ser agraciado, en la lotería me refiero, y que el teléfono de mi casa no se haya quemado a fuerza de sonar, deduzco que como cada año me tendré que consolar con aquello de que mientras haya un sistema de sanidad pública

A veces pienso que esto de la lotería es una farsa, que a nadie le toca realmente, y que los presuntos premiados que salen en televisión brindando con cava catalán, champán o sidra achampañada (depending on the boycott) son en realidad actores. Pero no, he conocido a personas con credibilidad que ha conocido a otra gente, también respetable, que dicen saber de alguien que le tocó la lotería a un primo suyo. Luego, deber ser verídico.

Pero yo no quería hablar de la lotería nacional, sino de las rifas que se organizan en los institutos para financiar el viaje de fin de curso de los esarios (alumnos de la ESO).

Las calles de la ciudad están invadidas de estos especímenes que, sin miramientos, y a veces con tocamientos, te asaltan con esa carita de no haber roto nunca un plato, suplicando“¿me compra un número?. Encima te tratan de usted, ¡insensibles!.

Bien, yo suelo poner cara de Mr. Scrooge y rechazo negando lo justo con la cabeza.

Luego están las madres y padres que intentan comprometerte para que compres participaciones de sus hijitos. A veces lo consiguen (depending how you feel).

Sin embargo, lo que más me irritó fue cuando me enteré de cómo funcionaba el sistema de financiación. Resulta que lo recaudado no acaba en un fondo común, como yo suponía, y como era en mis tiempos de colegial. Según se ha establecido, cada vendedor se queda con la cantidad obtenida de los boletos que haya podido colocar. El argumento para defender este sistema frente al otro es simple. Dicen que si todo fuera a un fondo común nadie se esforzaría por vender, y que, por el contrario, el saber que cada uno recauda lo que vende les sirve de acicate para no caer en los males de nuestra sociedad, a saber: la pereza y la irresponsabilidad.

No niego que el argumento pueda tener su parte de razón; siempre habrá alguno más vaguete, o sencillamente más tímido, que venda menos que otros. Sin embargo, creo que teniendo la posibilidad de transmitir valores de cooperación, solidaridad o trabajo en equipo, estamos acentuando, perpetuando, esos otros valores individualistas que han impregnado la sociedad actual.

En el fondo, el mundo de los niños recrea el de los adultos. Si tenemos una sociedad agresiva, insolidaria e individualista y no hacemos nada por cambiar esos valores, no solo repugnantes, sino incluso contraproducentes –se obtiene más con la cooperación que con la competencia-, estamos condenados a malvivir en sociedades enfermas.

Seguro que más de uno, contaminado ya –aunque no sea consciente- de ideología liberal, hará una lectura incluso positiva del método por el que se financian los viajes de fin de curso. Los chavales –dirán- ya desde pequeños aprenden a luchar, a sobrevivir en una sociedad dura, a ganarse las habichuelas como Dios manda, a esforzarse, tal y tal,... No debemos mantener a vagos y a maleantes.

Yo, por el contrario, pienso que la escuela, un magnífico lugar para empezar a cambiar las cosas, debe transmitir –de hecho la mayoría de maestros y profesores lo hacen- valores cívicos que nos ayuden a mejorar la sociedad. Labor que muchas veces resulta estéril cuando la omnipresente publicidad les incita al consumismo desenfrenado, y cuando muchos padres, ya abducidos por el sistema, integran a sus hijos en este tipo de sociedad y de comportamientos.

Los que queremos cambiar las cosas sabemos que no será fácil, que el enemigo es muy poderoso y que hay muchos frentes en los que luchar. La escuela es uno de ellos.