sábado, 16 de noviembre de 2013

El día de la luna

Lunes por la mañana. Llueve con premeditación y alevosía. Me dirijo al tajo. Mientras trato de sortear los charcos que reflejan una realidad invertida, tropiezo con un compañero. Buenos días. Buenos días. A continuación las típicas referencias al jodido tiempo y al jodido lunes.
¡Qué rápido pasa el fin de semana! –apunta él-. Yo asiento con la cabeza, y aprovecho para hacer un poquito de apología de la pereza. Le digo seriamente: Tengo ganas de que implanten la semana laboral de cuatro días.
Lo expreso con la misma convicción con la que diría que tengo ganas de que llegue el partido del sábado. Es decir, con la seguridad de que el acontecimiento de forma ineluctable se va a producir. Llueva, nieve, haya tifones o terremotos,  mueran miles de pobres o caiga la Luna sobre la Tierra; el fin de semana habrá liga BBVA.
Llevo más lejos mi provocación. Cuatro días laborables…. ¡y también jornadas de tres o cuatro horas!
Jorge -así se llama mi compañero- por ahí no pasa, me mira como si fuese un marciano y exige una explicación. No le hago esperar.

El paro es uno de los grandes problemas sociales, ¿cierto? Da la sensación de que técnicamente “sobra” gente.  Y sin embargo seguimos con jornadas (excepciones aparte) de ocho horas, como en el siglo XIX.
Los mejoras en la productividad pueden traducirse en un aumento de la producción, o bien, en una disminución del tiempo de trabajo. La naturaleza explotadora y depredadora del capitalismo sólo contempla lo primero.
Cuando alguien tan poco sospechoso de anticapitalista como John M. Keynes predijo que en año 2030 la gente trabajaría 15 horas a la semana, está claro que no tuvo en cuenta la estructura del capitalismo, y tal vez tampoco auguró que a principios del siglo XXI en el conflicto capital-trabajo, iba a librarse una lucha muy desigual.
Jorge, que es muy pragmático, me interrumpe con una pregunta lógica: Pero si trabajamos menos horas también bajarán nuestros  salarios, ¿no?
Bueno –le explico- teóricamente existen varias alternativas. Una ciertamente es bajar salarios en proporción al trabajo reducido. Otra es mantener salarios a costa de los beneficios del empresario –eso a él no le va a gustar, claro-, una tercera sería mantener el salario con un complemento por parte del Estado, tal como se hizo en Francia y en Alemania, de manera que el empresario no asuma esos costes. Para el Estado está opción es menos gravosa que pagar subsidios de desempleo. También es posible una combinación de las tres, pienso yo.
Jorge empieza a salivar con la idea de un mundo donde el trabajo no sea alienante, pero en seguida se topa de bruces con la realidad: No creo que eso sea posible –dice- es una utopía.
Ahí estoy de acuerdo contigo, es una utopía, pero no una quimera. Como decía Julio Anguita, las quimeras son imposibles, pero las utopías no. La utopía es técnicamente realizable, pero en el momento presente lo impiden la estructura social y las relaciones de poder, tal vez en un futuro, cuando éstas cambien…

No hay tiempo para más; empieza la jornada laboral y cada uno se dirige a su habitáculo de producción. Nos despedimos. Antes de separarnos alcanza a preguntarme: oye, ¿y para cuándo dices que van a implantar la nueva jornada laboral?

Le sonrío…