Lunes por la mañana. Llueve con
premeditación y alevosía. Me dirijo al tajo. Mientras trato de sortear los
charcos que reflejan una realidad invertida, tropiezo con un compañero. Buenos
días. Buenos días. A continuación las típicas referencias al jodido tiempo y al
jodido lunes.
¡Qué rápido pasa el fin de
semana! –apunta él-. Yo asiento con la cabeza, y aprovecho para hacer un
poquito de apología de la pereza. Le digo
seriamente: Tengo ganas de que implanten la semana laboral de cuatro días.
Lo expreso con la misma
convicción con la que diría que tengo ganas de que llegue el partido del
sábado. Es decir, con la seguridad de que el acontecimiento de forma ineluctable se
va a producir. Llueva, nieve, haya tifones o terremotos, mueran miles de pobres o caiga la Luna sobre la Tierra ; el fin de semana
habrá liga BBVA.
Llevo más lejos mi provocación.
Cuatro días laborables…. ¡y también jornadas de tres o cuatro horas!
Jorge -así se llama mi compañero-
por ahí no pasa, me mira como si fuese un marciano y exige una explicación. No le
hago esperar.
El paro es uno de los grandes
problemas sociales, ¿cierto? Da la sensación de que técnicamente “sobra” gente.
Y sin embargo seguimos con jornadas
(excepciones aparte) de ocho horas, como en el siglo XIX.
Los mejoras en la productividad
pueden traducirse en un aumento de la producción, o bien, en una disminución
del tiempo de trabajo. La naturaleza explotadora y depredadora del capitalismo
sólo contempla lo primero.
Cuando alguien tan poco
sospechoso de anticapitalista como John M. Keynes predijo que en año 2030 la
gente trabajaría 15 horas a la semana, está claro que no tuvo en cuenta la
estructura del capitalismo, y tal vez tampoco auguró que a principios del siglo
XXI en el conflicto capital-trabajo, iba a librarse una lucha muy desigual.
Jorge, que es muy pragmático, me
interrumpe con una pregunta lógica: Pero si trabajamos menos horas también
bajarán nuestros salarios, ¿no?
Bueno –le explico- teóricamente
existen varias alternativas. Una ciertamente es bajar salarios en proporción al
trabajo reducido. Otra es mantener salarios a costa de los beneficios del
empresario –eso a él no le va a gustar, claro-, una tercera sería mantener el
salario con un complemento por parte del Estado, tal como se hizo en Francia y en
Alemania, de manera que el empresario no asuma esos costes. Para el Estado está
opción es menos gravosa que pagar subsidios de desempleo. También es posible
una combinación de las tres, pienso yo.
Jorge empieza a salivar con la
idea de un mundo donde el trabajo no sea alienante, pero en seguida se topa de
bruces con la realidad: No creo que eso sea posible –dice- es una utopía.
Ahí estoy de acuerdo contigo, es
una utopía, pero no una quimera. Como decía Julio Anguita, las quimeras son
imposibles, pero las utopías no. La utopía es técnicamente realizable, pero en
el momento presente lo impiden la estructura social y las relaciones de poder,
tal vez en un futuro, cuando éstas cambien…
No hay tiempo para más; empieza
la jornada laboral y cada uno se dirige a su habitáculo de producción. Nos despedimos.
Antes de separarnos alcanza a preguntarme: oye, ¿y para cuándo dices que van a
implantar la nueva jornada laboral?
Le sonrío…
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