lunes, 22 de agosto de 2016

¡Jugad, jugad, malditos!



Cuando en alguna ocasión alguien que, obviamente, no me conoce, me pregunta si me gustan los niños, suelo responder: sí, sí, mucho, me gustan no muy hechos, vuelta y vuelta, que sangren un poco. Mi interlocutor, o más bien, mi interlocutora - pues suelen ser mujeres las que han osado hacerme esa pregunta- borran inmediatamente su beatífica sonrisa y pasan a otro tema. 
Mis amigos, que son, en su mayoría, medianamente inteligentes, no necesitan preguntar.

Parece que socialmente está mal visto eso de que no te gusten los niños; y que es una tara no sentir de manera natural una inclinación a la paternidad o a la maternidad. De la misma manera, se espera que cuando interactúas –es un decir- con un crío le hagas algunas carantoñas y juegues con él. Los padres también esperan frases del tipo: qué guapo es el nene, o la nena, lo cual no es imposible, pero sí estadísticamente improbable. Frases del tipo está muy crecidito, es muy risueño, tiene los ojos de la madre,... te permiten de alguna manera salvar los muebles.

Hace unos días mi esposa y yo decidimos cenar algo ligero en un local con un terracita donde preparan unos bocadillos excelentes. Era una de esas noches mediterráneas en las que el calor suele dar una tregua por las noches. Un bar apacible en una calle peatonal,… who could ask for anything more!. Hay varias mesas libres,  nos sentamos y pedimos la consumición. Al poco tiempo, en la lontananza, se escuchan los gritos de lo que parecen ser un grupo de Sioux. ¡Ah, no!  Se trata de una familia tradicional: el papá, la mamá, y tres encantadores retoños que andan jugando con una pelota y jaleándose unos a otros. Para nuestra desgracia deciden abrevar en el mismo local que nosotros. ¡Maldita sea!
Los padres se sientan en la mesa de al lado, y los niños expropian la calle para jugar al fútbol.
Mi mujer y yo nos hacemos gestos cómplices de contrariedad, y la mamá, que está justo a nuestro lado, se percata y llama nuestra atención con cierto nerviosismo y rabia contenida: ¿Les molestan los niños? Pues sí –aprovecho para responder- nos molestan los gritos de los niños –matizo-, veníamos a tomar algo tranquilamente y no esperábamos algo así. La mamá, como todas las mamás y papás de hoy en día, lleva muy mal que no todo el mundo considere que sus hijos son maravillosos, y que no todos veneremos el suelo que pisan sus hijos y por el que no vuelve a crecer la hierba.
No les gustan los niños ¿eh? Insiste la madre ultrajada. La corrijo: no se trata de los niños, lo que nos molestan son los gritos. Mi mujer, que además es tía carnal, mete baza: tengo tres sobrinos y me encantan, pero están educados y saben comportarse en público.

La madrecita parece querer darnos conversación; lo que faltaba. A mí antes de tenerlos tampoco me gustaban, bueno, de hecho, siguen sin gustarme. Hay sitios donde incluso no admiten mascotas ni niños…
La conversación no da para mucho más. Nos levantamos, abandonamos la mesa y nos guarecemos en el interior. El camarero, sorprendido, pregunta si ha ocurrido algo. Yo respondo que no, simplemente, niños gritando. Ah -dice aliviado- ja se sap, on hi ha canalla...

Efectivamente, la canalla...

Bueno, han ganado los Sioux. Rostros pálidos cenar rápido y regresar a campamento.




miércoles, 17 de agosto de 2016

"El Estado emprendedor", de Mariana Mazzucato



Bajo el sugerente título de El Estado emprendedor, la economista italo-norteamericana Mariana Mazzucato trata, y a mi entender consigue, desmontar ese mito interesado de que el Estado no puede tomar decisiones acertadas, que es torpe, burocrático e incapaz de asumir riesgo emprendedor. Y que el sector privado, considerado tradicionalmente más dinámico, innovador, eficiente y competitivo, es el que debe liderar el modelo capitalista.

Los hechos -el libro está plagado de ejemplos- contradicen esa tesis. Más allá del papel que desempeñaron los gobiernos de Japón en la década de 1980 o Corea del Sur en la de 1990, en Estados Unidos, paradigma del “libre mercado”, a través de sus distintas agencias públicas, la innovación tecnológica ha tenido y tiene una papel esencial y determinante; arriesgando allá donde el capital privado, ni siquiera el capital riesgo, ha sido capaz de entrar hasta que las perspectivas de rentabilidad económica han sido claras.
El argumento clave es que las nuevas tecnologías  más radicales en distintos sectores –desde Internet hasta el sector farmacéutico- tienen su origen en una inversión de un Estado atrevido y que asume riesgos.
El discurso (neoliberal) dominante oculta esta realidad, arrinconando al Estado a un papel residual. ¿Profecía autocumplida?

Asimismo, la autora reivindica, por imperativo ecológico, la necesidad de profundizar en el campo de las fuentes de energía alternativas; fundamentalmente la solar y la eólica.  Los gobiernos de China, Alemania o Dinamarca están apuntando en esa dirección, mientras que los del sur de Europa, como el de España, han decidido, lastimosamente, eludir ese sector.

En el último capítulo “Socialización del riesgo y privatización de los beneficios: ¿puede el estado emprendedor comer también de su tarta?”, Mazzucato apunta a una idea, a mi entender, muy razonable.  En la actualidad, el Estado emprendedor (o sea, los contribuyentes) asume ingentes gastos en I+D. Sin embargo, la mayoría de beneficios de esas inversiones públicas acaban en empresas como Apple, Google o Microsoft, o a las grandes farmacéuticas como Roche, Pfizer, o Johnson & Johnson. El beneficio indirecto de la fiscalidad resulta irrisorio en el capitalismo globalizado en que vivimos. Mazzucato defiende una participación directa en los beneficios, como ocurrió con Nokia en Finlandia. Estos beneficios deben reinvertirse en nuevas investigaciones y en sufragar los gastos de investigaciones fallidas, tan inevitables como útiles en la labor investigadora.

En resumen, Mariana Mazzucato defiende el papel del Estado no solo por su hoy denostada labor contracíclica (estimular la demanda en tiempos de recesión), sino también por su necesaria función emprendedora en sectores, como el I+D, donde la incertidumbre económica aleja a las empresas de invertir desde un principio, prefiriendo surfear en la ola creada por el sector público. Asimismo, concluye la economista, es preciso transformar la actual relación parasitaria del sector privado con el Estado por otra de carácter simbiótico.