sábado, 27 de noviembre de 2021

Marinero en tierra

 

 



No sé hasta qué punto mi experiencia en el Juan Sebastián Elcano marcó mi querencia por el mar y los barcos. Los seres humanos sentimos inclinaciones cuyos orígenes son en muchas ocasiones inescrutables. Algunas se remontan a la niñez, otras tal vez están marcadas a fuego en nuestra alma nada más nacer. Es probable que mi hechizo por el mar sea anterior a mi vivencia durante meses a bordo de un bergantín goleta, pero es seguro que el año en que descubrí América a bordo del Elcano, esos meses en que día tras día no veía más tierra que la que podía anhelar y en los que mirara por donde mirara todo era océano majestuoso, es seguro, decía, que aquel año quedó marcado en el calendario como una de las experiencias más excitantes que jamás haya vivido; entre otras cosas, también hay que decirlo, porque no siempre se tienen veinte años, un tiempo en que, como escribía Scott Fitzgerald en El gran Gatsby, uno es más  joven y más vulnerable.

Creo no equivocarme si afirmo que formar parte de la tripulación del  Juan Sebastián Elcano deja impronta. En aquellos tiempos de servicio militar obligatorio para algunos marineros de reemplazo la huella fue tan profunda que hicieron del mar su profesión y su vida. Pienso en Hugo, un compañero del Elcano que tras la mili estudió náutica y se hizo marino mercante. Para la mayoría, entre los que me encuentro, la experiencia del barco quedó en una mera anécdota más en nuestras prosaicas vidas terrenales: pero ¡qué anécdota!

Y el caso es que yo siempre he sentido cierta nostalgia de aquella experiencia, a pesar de que la vida a bordo no era fácil y el sometimiento a un régimen militar es siempre duro. Pero el tiempo es un maravilloso tamiz que criba los recuerdos. No tengo duda de que conservo una visión idealizada de mi viaje, pero me gusta mantenerla.

A diferencia de Rafael Alberti, que en Marinero en Tierra evoca su tierra gaditana  desde su estancia en Segovia, yo jamás perdí el mar de vista. Mi vida siempre discurrió cerca de la costa: Barcelona, Tenerife y Gijón, o lo que es lo mismo: Mediterráneo, Atlántico y Cantábrico. Los cálidos veranos en Calella, besada también por el medio marino,  completan la anterior terna.

Me agrada ver el mar, me embelesa la contemplación de los barcos en los puertos y a menudo sueño que volveré a navegar. Han tenido que transcurrir nada menos que treinta años para que el oráculo de mi mujer, que me conoce mejor que yo mismo, se cumpliera: en el año 2019 me inscribí en un club náutico para obtener uno de esos títulos para embarcaciones deportivas. El PER faculta para gobernar barcos de hasta 15 metros de eslora y alejarse hasta 12 millas de la costa.

De momento he hecho tres salidas a la mar –habrían sido más de no ser por la maldita pandemia-, pero todo conocimiento necesita de teoría y práctica, de saber y de saber hacer, así que si curioseáis los libros que tengo por casa, encontraréis varios de navegación a vela. Internet, por supuesto, es la otra herramienta que me permite estudiar. Y en eso estoy.

En la primera salida a vela advertí al instructor y al resto de tribulación de que yo era novato.  De esta manera pretendía que disculparan de antemano las preguntas elementales que, sin duda, haría, así como mi torpeza en la maniobra. Casi avergonzado confesé: yo he venido a aprender. Uno de los compañeros me respondió con una sonrisa amable: llevo quince años navegando, yo también he venido a aprender…

Como amante del lenguaje, o sea de las palabras,  también me entusiasma asimilar tecnicismos que la gente de tierra –¡pobres desgraciados!-  jamás utilizaría: driza, orzar, foque, azocar, cazar la escota, lascar, estay, obenques, jarcias, virar, trasluchar, y tantas otras.

Así pues, aquí tienen a este marinero en tierra que -¡por fin!- tomó la decisión de retomar, a pequeña eslora, aquella experiencia iniciática y maravillosa que empezó un 10 de enero de 1990  en un muelle de Cádiz.