No sé hasta qué
punto mi experiencia en el Juan Sebastián
Elcano marcó mi querencia por el mar y los barcos. Los seres humanos
sentimos inclinaciones cuyos orígenes son en muchas ocasiones inescrutables.
Algunas se remontan a la niñez, otras tal vez están marcadas a fuego en nuestra
alma nada más nacer. Es probable que mi hechizo por el mar sea anterior a mi
vivencia durante meses a bordo de un bergantín goleta, pero es seguro que el
año en que descubrí América a bordo del Elcano, esos meses en que día tras día
no veía más tierra que la que podía anhelar y en los que mirara por donde
mirara todo era océano majestuoso, es seguro, decía, que aquel año quedó
marcado en el calendario como una de las experiencias más excitantes que jamás haya
vivido; entre otras cosas, también hay que decirlo, porque no siempre se tienen
veinte años, un tiempo en que, como escribía Scott Fitzgerald en El gran Gatsby, uno es más joven y más vulnerable.
Creo no
equivocarme si afirmo que formar parte de la tripulación del Juan
Sebastián Elcano deja impronta. En aquellos tiempos de servicio militar
obligatorio para algunos marineros de reemplazo la huella fue tan profunda que
hicieron del mar su profesión y su vida. Pienso en Hugo, un
compañero del Elcano que tras la mili
estudió náutica y se hizo marino mercante. Para la mayoría, entre los que me
encuentro, la experiencia del barco quedó en una mera anécdota más en nuestras prosaicas
vidas terrenales: pero ¡qué anécdota!
Y el caso es que
yo siempre he sentido cierta nostalgia de aquella experiencia, a pesar de que la
vida a bordo no era fácil y el sometimiento a un régimen militar es siempre duro.
Pero el tiempo es un maravilloso tamiz que criba los recuerdos. No tengo duda
de que conservo una visión idealizada de mi viaje, pero me gusta mantenerla.
A diferencia de
Rafael Alberti, que en Marinero en Tierra
evoca su tierra gaditana desde su estancia en Segovia, yo jamás perdí el mar de
vista. Mi vida siempre discurrió cerca de la costa: Barcelona, Tenerife y
Gijón, o lo que es lo mismo: Mediterráneo, Atlántico y Cantábrico. Los cálidos veranos
en Calella, besada también por el medio marino,
completan la anterior terna.
Me agrada ver el
mar, me embelesa la contemplación de los barcos en los puertos y a menudo sueño
que volveré a navegar. Han tenido que transcurrir nada menos que treinta años
para que el oráculo de mi mujer, que me conoce mejor que yo mismo, se cumpliera:
en el año 2019 me inscribí en un club náutico para obtener uno de esos títulos para
embarcaciones deportivas. El PER faculta para gobernar barcos de hasta 15 metros de eslora y alejarse hasta 12 millas de la costa.
De momento he
hecho tres salidas a la mar –habrían sido más de no ser por la maldita
pandemia-, pero todo conocimiento necesita de teoría y práctica, de saber y de saber
hacer, así que si curioseáis los libros que tengo por casa, encontraréis varios
de navegación a vela. Internet, por supuesto, es la otra herramienta que me
permite estudiar. Y en eso estoy.
En la primera
salida a vela advertí al instructor y al resto de tribulación de que yo era novato. De esta manera pretendía que disculparan de
antemano las preguntas elementales que, sin duda, haría, así como mi torpeza en
la maniobra. Casi avergonzado confesé: yo
he venido a aprender. Uno de los compañeros me respondió con una sonrisa
amable: llevo quince años navegando, yo
también he venido a aprender…
Como amante del
lenguaje, o sea de las palabras, también
me entusiasma asimilar tecnicismos que la gente de tierra –¡pobres desgraciados!-
jamás utilizaría: driza, orzar, foque, azocar,
cazar la escota, lascar, estay, obenques, jarcias, virar, trasluchar,
y tantas otras.
Así pues, aquí tienen a este marinero en tierra que -¡por fin!- tomó la decisión de retomar, a pequeña eslora, aquella experiencia iniciática y maravillosa que empezó un 10 de enero de 1990 en un muelle de Cádiz.
Felicidades mi querido marinero,te lo digo desde mi añoranza de esos pasados meses de 1990
ResponderEliminarGracias, pero podrías decir tu nombre, ¿no?
Eliminar