domingo, 2 de febrero de 2020

Librerías



En el barrio de La Arena de Gijón, donde bajo los adoquines está la playa,  había una pequeña librería que se llamaba…bueno, no recuerdo su nombre. Hacía esquina, y cada vez que pasaba por ella me detenía en el escaparate para curiosear libros de la misma manera que otras personas se paran frente al aparador de una zapatería o de una tienda de ropa. Tal vez entré alguna vez, pero lo que es seguro es que nunca compré. Y cerró. Ahora, cada vez que paso por esa esquina, el aspecto desolado de la tienda me produce tristeza y remordimiento…si hubiese comprado algún libro…

Hace poco abrieron otra librería en una calle no muy lejana de la anterior. Tal vez fue una reencarnación, pues es bien sabido que los libros tienen alma. Un día entré para echar un vistazo, me gustó, pero marché sin comprar nada. Hay muchos libros que quiero leer, pero hace tiempo mi mujer me dio un ultimátum: ¡los libros o yo, los dos no cabemos en esta casa! Y ya se sabe que ante la duda…Además, hay otra razón por la que no suelo comprar libros: soy un pertinaz usuario de bibliotecas públicas, modestia aparte, así que casi todo lo que consumo vía ocular es de propiedad pública. Sin embargo, a veces, como a todo mortal, me gusta darme un capricho. Había leído excelentes críticas de un ensayo sobre China titulado Roja y gris: Andanzas y tribulaciones de un joven corresponsal en China, de Javier Borràs Arumí, así que ayer sábado decidí acudir a esa librería con objeto de hacerme con él. Pregunté directamente al librero; conocía el libro (albergo serias dudas de que un empleado de la librería de El Corte Inglés supiese de su existencia), lo tuvo –me dijo- pero no le quedaba ningún ejemplar. Con cara compungida, casi pidiendo disculpas, me dice que podría pedirlo, pero que hasta el viernes próximo no le llegaría pues esa editorial no sirve con rapidez. Le digo con una sonrisa que no tengo ninguna prisa, que me lo encargue.

Cuando salí de la tienda me dio que pensar, y lo comenté con Laura, la decepción que parecía sentir el librero por no poder ofrecerme el libro con mayor premura. El caso es que una espera de seis días para un libro – ¡si fuese un fármaco (o droga)!- no me parece que sea un plazo inasumible. Reflexioné que en aras de una eficiencia mal entendida, todos nos hemos contagiado de ese síndrome Amazon por el que una espera de más de 24 horas por cualquier bagatela resulta inaceptable. Rara vez se cuestiona un modelo de negocio que explota salvajemente a los empleados, que deben atender las comandas a golpe de cronómetro y en tiempo record, literalmente.