En el barrio de La Arena de Gijón, donde bajo los
adoquines está la playa, había una pequeña
librería que se llamaba…bueno, no recuerdo su nombre. Hacía esquina, y cada vez
que pasaba por ella me detenía en el escaparate para curiosear libros de la
misma manera que otras personas se paran frente al aparador de una zapatería o
de una tienda de ropa. Tal vez entré alguna vez, pero lo que es seguro es que nunca
compré. Y cerró. Ahora, cada vez que paso por esa esquina, el aspecto desolado
de la tienda me produce tristeza y remordimiento…si hubiese comprado algún
libro…
Hace poco abrieron
otra librería en una calle no muy lejana de la anterior. Tal vez fue una reencarnación,
pues es bien sabido que los libros tienen alma. Un día entré para echar un
vistazo, me gustó, pero marché sin comprar nada. Hay muchos libros que quiero
leer, pero hace tiempo mi mujer me dio un ultimátum: ¡los libros o yo, los dos
no cabemos en esta casa! Y ya se sabe que ante la duda…Además, hay otra razón
por la que no suelo comprar libros: soy un pertinaz usuario de bibliotecas
públicas, modestia aparte, así que casi todo lo que consumo vía ocular es de
propiedad pública. Sin embargo, a veces, como a todo mortal, me gusta darme un
capricho. Había leído excelentes críticas de un ensayo sobre China titulado Roja y gris: Andanzas y tribulaciones de un
joven corresponsal en China, de Javier Borràs Arumí, así que ayer sábado decidí
acudir a esa librería con objeto de hacerme con él. Pregunté directamente al
librero; conocía el libro (albergo serias dudas de que un empleado de la
librería de El Corte Inglés supiese de su existencia), lo tuvo –me dijo- pero
no le quedaba ningún ejemplar. Con cara compungida, casi pidiendo disculpas, me
dice que podría pedirlo, pero que hasta el viernes próximo no le llegaría pues esa
editorial no sirve con rapidez. Le digo con una sonrisa que no tengo ninguna
prisa, que me lo encargue.
Cuando salí de
la tienda me dio que pensar, y lo comenté con Laura, la decepción que parecía
sentir el librero por no poder ofrecerme el libro con mayor premura. El caso es
que una espera de seis días para un libro – ¡si fuese un fármaco (o droga)!- no
me parece que sea un plazo inasumible. Reflexioné que en aras de una eficiencia
mal entendida, todos nos hemos contagiado de ese síndrome Amazon por el que una espera de más de 24 horas por
cualquier bagatela resulta inaceptable. Rara vez se cuestiona un modelo de
negocio que explota salvajemente a los empleados, que deben atender las
comandas a golpe de cronómetro y en tiempo record, literalmente.
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