martes, 27 de mayo de 2014

El rompehuevos

Es probable que el rompehuevos ya habitara la Tierra hace cientos de miles de años. De hecho, siendo una subespecie del Homo Sapiens, el Homo Sapiens Trencauevensis debió convivir con otros homínidos desde los albores de la humanidad.
En apariencia nada distingue al Homo Sapiens Sapiens del Homo Sapiens Trencauevensis. La naturaleza, para desgracia de los primeros, ha permitido que estas especies puedan cruzarse entre sí; lo que ha propiciado la multiplicación de esta molesta especie.

Biológicamente comparten un 99,9% de la información genética; podemos hablar, por tanto, de especies hermanas. El único rasgo que los distingue de nosotros es de tipo conductual: el rompehuevos, también llamado tocahuevos y en catalán torracollons, se caracteriza básicamente por su afinidad a estar permanentemente incordiando a otros individuos.
El único objetivo que busca el tocahuevos con estos actos es divertirse, no tiene otro. Es una especie juguetona, aunque molesta.

En los últimos tiempos, gracias a las redes sociales, estos individuos han encontrado un medio para propagar sus pequeñas fechorías. Con el aliciente que supone el exhibicionismo, en redes como Facebook no pierden ocasión para comentar de forma malsana los pensamientos, ideas, fotografías o reflexiones de otros seres humanos.

En un primer momento, el Homo Sapiens piensa que ese comentario crítico busca la interacción, la transmisión de pensamiento, el sano ejercicio de intercambiar ideas. Por ello le responde amablemente. El rompehuevos se zafa, se revuelve e insiste. Se suceden réplicas y contrarréplicas en una estúpida espiral que no lleva a ningún sitio. Ahí el rompehuevos se encuentra en su hábitat y es donde mejor se maneja. No debemos permitirlo.
El Homo Sapiens ya se ha dado cuenta de que lo que pretende el otro no es compartir un espacio para el debate constructivo sino únicamente molestar.
Responder a sus insidiosos comentarios no sirve más que para alimentar su  hambre de incordiar. Por ello lo más práctico es obviar sus comentarios; con un poco de suerte el rompehuevos abandonará ese ecosistema y buscará otros más favorables.


sábado, 3 de mayo de 2014

Los nuevos mendigos

En el urbanismo caótico de Gijón existe una calle que es el camino natural para que los vecinos de los barrios de El Coto, Viesques, La Arena o El Bibio lleguen hasta el corazón de la ciudad.
La calle Uría estaba predestinada a convertirse en un eje comercial, y tuvo, como tantos otros, tiempos mejores. Ahora, persianas bajadas, letreros de “Se alquila”  o “Se vende” y mendigos, acompañan nuestro paseo hasta el centro.

Cuenta Karl Polanyi en ese libro imprescindible que es “La gran transformación” que en las sociedades preindustriales era rarísimo que alguien se muriera de hambre a no ser que el hambre afectara a toda la comunidad, por ejemplo, por malas cosechas. Los lazos de solidaridad, que ahora sólo se mantienen dentro de la familia, se encontraban también entre vecinos, la parroquia, el municipio, etc.
La Revolución Industrial y el capitalismo, nos cuenta Polanyi, arrojaron a los individuos a la soledad de la fábrica, despojándolos de los mimbres comunitarios que los amparaban.

Vuelvo a la calle Uría de Gijón. Lo que más me sorprende de los nuevos mendigos es su novedosa manera de pasar las horas: leen libros.
Uno está acostumbrado a algunos prototipos de mendicidad: el lisiado (real o ficticio), la madre con varios niños pequeños (propios o extraños), los gitanos rumanos, el alcohólico, no percibido como enfermo sino como despojo social, etc.

Pero ahora, los nuevos menesterosos se parecen mucho a nosotros, a los que (todavía) no nos hemos visto obligados a mendigar. Son personas relativamente jóvenes, sin impedimentos aparentes para trabajar, visiblemente sanas, y lo más sorprendente…lectoras.
Definitivamente, si algo me ha llamado poderosamente la atención es ese maridaje entre  mendicidad y cultura, entre el platillo de las monedas y novelas de considerable grosor…Alguno es posible que en estos momentos esté leyendo “Grandes Esperanzas” o “Tiempos Difíciles” de Charles Dickens.

Habituados a juzgar a los pobres por las faltas de ortografía y su pésima caligrafía, no podíamos imaginarnos a lectores mendicantes, seguramente con cierto nivel cultural y, por tanto, con una mayor conciencia de su desdicha. Y sobre todo, verlos tan parecidos a nosotros; vernos en ellos. Eso es lo más inquietante…

El corolario de todo esto parece claro: ya no es necesario haber nacido pobre para entrar en el exclusivo club de los pobres. Nos sentíamos a salvo en ese crisol donde se funden las llamadas “clases medias”, con nuestras costumbres burguesas y un Estado que nos protegía y ahora en proceso de desguace. Ahora ya vemos las barbas de nuestros vecinos cortar.

Me pregunto hasta dónde debe llegar el cerco de la pobreza y de la marginación para que se produzca un estallido social. Hasta cuándo ya ni los lazos familiares serán suficientes para mantenernos en este Estado precario y fallido. Y finalmente, cuándo nos daremos cuenta de que el problema no está en fulano o mengano, que el problema está en el sistema. Así de simple, así de complicado…