En el urbanismo caótico de Gijón
existe una calle que es el camino natural para que los vecinos de los barrios
de El Coto, Viesques, La Arena
o El Bibio lleguen hasta el corazón de la ciudad.
La calle Uría estaba predestinada
a convertirse en un eje comercial, y tuvo, como tantos otros, tiempos mejores.
Ahora, persianas bajadas, letreros de “Se alquila” o “Se vende” y mendigos, acompañan nuestro
paseo hasta el centro.
Cuenta Karl Polanyi en ese libro
imprescindible que es “La gran transformación” que en las sociedades
preindustriales era rarísimo que alguien se muriera de hambre a no ser que el
hambre afectara a toda la comunidad, por ejemplo, por malas cosechas. Los lazos
de solidaridad, que ahora sólo se mantienen dentro de la familia, se
encontraban también entre vecinos, la parroquia, el municipio, etc.
Vuelvo a la calle Uría de Gijón.
Lo que más me sorprende de los nuevos mendigos es su novedosa manera de pasar
las horas: leen libros.
Uno está acostumbrado a algunos
prototipos de mendicidad: el lisiado (real o ficticio), la madre con varios
niños pequeños (propios o extraños), los gitanos rumanos, el alcohólico, no
percibido como enfermo sino como despojo social, etc.
Pero ahora, los nuevos
menesterosos se parecen mucho a nosotros, a los que (todavía) no nos hemos
visto obligados a mendigar. Son personas relativamente jóvenes, sin
impedimentos aparentes para trabajar, visiblemente sanas, y lo más
sorprendente…lectoras.
Definitivamente, si algo me ha
llamado poderosamente la atención es ese maridaje entre mendicidad y cultura, entre el platillo de las
monedas y novelas de considerable grosor…Alguno es posible que en estos momentos
esté leyendo “Grandes Esperanzas” o “Tiempos Difíciles” de Charles Dickens.
Habituados a juzgar a los pobres
por las faltas de ortografía y su pésima caligrafía, no podíamos imaginarnos a
lectores mendicantes, seguramente con cierto nivel cultural y, por tanto, con
una mayor conciencia de su desdicha. Y sobre todo, verlos tan parecidos a
nosotros; vernos en ellos. Eso es lo más inquietante…
El corolario de todo esto parece
claro: ya no es necesario haber nacido pobre para entrar en el exclusivo club de los pobres. Nos
sentíamos a salvo en ese crisol donde se funden las llamadas “clases medias”,
con nuestras costumbres burguesas y un Estado que nos protegía y ahora en
proceso de desguace. Ahora ya vemos las barbas de nuestros vecinos cortar.
Me pregunto hasta dónde debe
llegar el cerco de la pobreza y de la marginación para que se produzca un
estallido social. Hasta cuándo ya ni los lazos familiares serán suficientes
para mantenernos en este Estado precario y fallido. Y finalmente, cuándo nos
daremos cuenta de que el problema no está en fulano o mengano, que el problema
está en el sistema. Así de simple, así de complicado…
Me encanta. Como siempre, muy lúcido
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