Voy a narrar
sucintamente lo que les pasó a mis suegros por rodearse de malas compañías.
Todo empezó una
agradable tarde de verano. Estaban ya vestidos de calle y dispuestos para dar
un paseo cuando, de repente, llamaron al
timbre de su puerta. Dos hombres, uno
alto y guapo, el otro no, irrumpieron en sus vidas. Se identificaron -es un
decir- como comerciales de Vodafone, y mis suegros, que ya estaban predispuestos
a escuchar ofertas de telefonía pues consideraban que pagaban demasiado en su
actual compañía, les abrieron las puertas de su hogar de par en par. Los
pasaron al salón y los sentaron en el sofá y, de esta manera, los comerciales pudieron desplegar
cómodamente sus alas de seducción. Sólo
faltó –atestigua mi mujer- un ofrecimiento de café y de pastas de té. No
llegaron a la alcoba, pero consiguieron algo mejor: convencer a mis suegros de
que contrataran los servicios de Vodafone. Una oferta fantástica, presumía mi
suegra, teléfono fijo, dos móviles con tarifa plana, internet a no sé qué
velocidad y televisión, todo ello por no
sé cuánto. ¡Una ganga!
Como suele suceder
en este tipo de crímenes, mis suegros les proporcionaron todos sus datos
personales, y el comercial guapo, que tenía mucha labia –el otro debía estar en
prácticas-, les dio una hoja escrita a mano en la que, se suponía, aparecían
las condiciones de la oferta. No hubo café ni pastas, pues tampoco hubo un
contrato formal. El guapo les garantizó que en tres o cuatro días tendrían
todos los servicios.
Ahí empezó la pesadilla en Vodafone Street. Les
cambiaron el número de teléfono fijo, a pesar de haber solicitado portabilidad.
Es provisional –les tranquilizaron-, es sólo para que la antigua compañía no
pueda contactar con ustedes –bueno, esto último no lo verbalizaron, lo
suponemos-.
Durante unos
cuantos días, unos quince, no dejaron de tener problemas. Perdieron la conexión
a internet, perdieron la telefonía fija, perdieron la paciencia. El teléfono de
atención al cliente les daba largas y ninguna solución. Desesperados y al borde
del suicidio, un día soleado, a modo de Deus
ex machina, reciben una llamada telefónica, su antigua compañía, Orange.
Temerosa de que marchen a la competencia (la mera solicitud de portabilidad hace
milagros), les hace una nueva oferta, una oferta fantástica: teléfono fijo,
dos móviles con tarifa plana, internet a no sé qué velocidad y televisión, todo
ello por no sé cuánto. ¡Una ganga! Y lo
mejor: la posibilidad de perder de vista a Vodafone. A mi suegro casi se le
caen las lágrimas, sí, sí quiero.
Y, sin embargo, se
mueven. Vodafone les exhorta a que les devuelvan los aparatos (router, deco,…).
¿Cómo? Por correo, a costa del cliente; por mensajero, a costa del cliente; o
entregándolos en una oficina de Vodafone. Optan por esto último. En la tienda no
lo recogen; les falta no sé qué número de referencia. Vuelta a casa con los
aparatos entre las piernas, humillados y ofendidos. Intento de contactar con
Vodafone. Complicado. Es paradójico cuán difícil resulta comunicarse con una empresa precisamente
de comunicación. Al final, mi suegra,
iracunda, regresa con los aparatos a la tienda de Vodafone para que se los
metan donde les quepan. Más negativas, pero ella amenaza con no marchar hasta
que se lo recojan o hasta que le den una hoja de reclamaciones. El milagro se
hace: aceptan los aparatos y le entregan un recibo de la devolución.
¿Fin de la historia?
Pues no, Fukuyama. Vodafone, a pesar de la devolución, sigue enviando varios
mensajes al día para que paguen lo que deben. Acoso sexual: no paran de tocarles
los cojones. Vuelta a la tienda, les dicen que es normal (sic), que es una
máquina programada para repetir el mensaje. Que no hagan caso, que sólo durará
unos días…
En fin, en ese
punto estamos. Ya les contaré, si les apetece, cómo acaba la historia. Si es
que acaba.
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