Estoy leyendo “Trajecte final”,
una recopilación de cuentos de género fantástico de Manuel de Pedrolo. Mi
mujer, insaciable, no solo lee sus propias novelas sino que pretende que le cuente
las que yo leo, íntegramente.
En uno de los relatos –accedo- un
forastero llega a una granja del Medio Oeste norteamericano en busca de
trabajo. Está regentada por un joven matrimonio. El amo le ofrece trabajar en
la granja sólo por ocho días, no más. El otro acepta, está de paso, dice. No me
entretengo en detalles pero, WARNING! voy a hacer un spoiler. El foráneo –el lector sabrá esto más tarde- resulta ser un
extraterrestre, y es capaz de adoptar formas humanas a su antojo. En un momento
dado, el alienígena adopta el físico del marido desaparecido y convive con la
mujer durante un año. Ella no nota nada distinto en su hombre salvo un crecido deseo sexual. Se extraña, pero no le
molesta (au contraire). De esta
relación nacerá un niño, aparentemente humano.
Por otro lado, la policía, que ya
había abatido a cuatro tripulantes de la nave, busca al quinto: nuestro
protagonista. Temeroso y acuciado por sus perseguidores, nuestro alien acaba por confesar su verdadera
identidad a la mujer, así como las razones de su viaje. Su mundo había sido
devastado por un accidente nuclear, y él y sus compañeros buscaban otro planeta
donde rehacer sus vidas. Tras la lógica sorpresa inicial, y algunos reproches
por haber sembrado su simiente en otras mujeres de la zona y haber engendrado,
probablemente, otras criaturas, ella accede a ocultarlo. Nosotros también tenemos derecho
a vivir, ¿no? Clama lastimosamente en uno de los diálogos. No destripo el
final, léanlo.
La controversia con mi esposa
está servida; mientras yo simpatizo con el alóctono, que sólo pretende salvarse
él y preservar su especie, ella considera que es un extraterrestre cabrón (e
infiel) que quiere colonizar la
Tierra y acabar con nosotros y que, por tanto, debe ser
liquidado. Discutimos acaloradamente. ¡Eres una xenófoba y una racista! –le
espeto- eres de las que dice: ¡primero los de aquí, primero los de aquí!, los
de la Tierra ,
¿verdad? Ella clama: ¡Pero si es un EXTRATERRESTRE! Nada, lo vemos distinto, qué le vamos a
hacer.
Esa misma noche, ya en el lecho
conyugal, no dejo de pensar en la subyugante historia y en el dilema ético. No
puedo conciliar el sueño. Ella –lo noto en su respiración- tampoco. Cariño –le
susurro al oído- sé que estás despierta, ¿quieres que juguemos a que yo era un
extraterrestre?…
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