Yo no me crié en un ambiente intelectual precisamente.
Mis padres pertenecían a una clase trabajadora sin demasiada conciencia de
clase y con poca cultura. Estudios primarios, leer y escribir y cuatro cuentas.
Mi madre también aprendió costura en la escuela. Cosas del franquismo. En ese
erial intelectual no sé de dónde demonios salió mi interés por aprender cosas,
pero el caso es que ya desde pequeñito sentí la llamada de la selva.
Recuerdo mi primer diccionario escolar en lengua
castellana, un Sopena. Todavía lo conservo, con las tapas raídas por el tiempo.
A la tierna edad de trece años descubrí que ese modesto diccionario era
insuficiente. Necesitaba algo más, precisaba un diccionario mayor donde poder
buscar países, ciudades, personajes históricos, órganos
reproductores, cualquier cosa que me viniera a la cabeza.
Con la paga que me daba mi abuela materna fui
ahorrando para comprarme una enciclopedia. Para ser honestos, he de decir que
había ahorrado 19.000 pesetas y que el compendio del saber costaba
a la sazón 40.000 pesetas. La diferencia la puso la abuela.(Según la
calculadora del IPC del INE, esa enciclopedia costaría hoy unos 1265 euros).
Así fue cómo entró la cultura en aquel páramo que era el salón de mi casa.
Durante años esa enciclopedia, que tiempo más tarde
descubrí que era ideológicamente muy conservadora -o sea, carca-, colmó mi sed
de conocimiento. Pasaba ratos encandilado hojeando esos diez mamotretos que
formaban la Enciclopedia Larousse. Ocupaban un lugar privilegiado
en el mueble del salón, y en mi vida.
Ya de adulto, cuando me trasladé a Gijón, de eso hace
ya dieciocho años, me traje mi vieja enciclopedia. La tengo en la biblioteca
del salón, pero ya no está en un lugar privilegiado, sino en la estantería más
baja, a ras del suelo, casi sepultada. La conservo por cariño y, tal vez, por
nostalgia. Hoy en día es un objeto enteramente inútil, como tantos que todavía
habitan en nuestros hogares (hijos aparte).
En ocasiones Laura, mi mujer, me ha sugerido que me
desprenda de esos tomos obsoletos, y que los arroje al contenedor azul; las
brigadas del reciclaje se ocuparían de darles una muerte digna. El saber –en
este caso- sí ocupa lugar y a ella le parece que la estantería más diáfana
estaría más mona. Seguramente tiene razón, estaría más mona, pero si me desprendiera
de la Enciclopedia Larousse me despojaría también de parte de mis memorias, o
sea, de mi vida, y no sé si quiero dar ese paso. Lo siento, cariño.
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