Cuando me lo contó mi mujer quedé helado, como si me atravesara un viento frío. ¿Te he dicho que mi padre andaba alicaído estos días? Negué con la cabeza. Pues sí, y mi madre, que, como sabes, es muy perceptiva, algo intuía. Con su habitual labor de zapa, logró sonsacarle la causa de su desazón.
Hace unos días fuimos los tres a caminar al paseo del Muro –prosiguió Laura-. Ya sabes lo remiso que es mi padre a caminar por Gijón, dice que ya lo tiene muy visto. Así que, como ya viene siendo habitual, a poco de empezar el paseo, decidió esperar en un banco junto a los acantilados. ¡Ven con nosotras, papá, camina un poco más! Es inútil, lanza una mirada torva y nos echa moviendo el aire con los brazos, como si espantara a las gallinas. Mi madre y yo seguimos caminando hasta la casa de Rosario Acuña. Hablamos de nuestras cosas.
De vuelta recogimos a papá. Yo no noté nada especial en él; pero es difícil saber qué está pasando por su cabeza, es tan poco expresivo… Desde aquel día –me contaba mi madre- papá andaba tristón. Y no fue sino al cabo de una semana, y por la tenacidad de mamá, que mi padre confesó.
Papá tiene setenta y cuatro años. Una edad en la que cada día miras las esquelas del periódico para asegurarte de que tu nombre no aparece. Mi madre tiene seis años menos, y físicamente -e incluso anímicamente- parece bastante más joven que él. No es infrecuente que quienes no los conocen, al verlos juntos, piensen que son padre e hija. Ello produce en él sentimientos encontrados: por un lado, se siente ufano de la lozanía de su esposa, pero por otro lado, lamenta que los surcos del tiempo hayan hecho acto de presencia en su cuerpo y en su alma. Hay sucesos que con el paso del tiempo nos parecen divertidos, aunque cuando ocurren nos hagan maldita la gracia. La diferencia entre la tragedia y la comedia, decía Woody Allen, reside únicamente en el paso del tiempo. A veces mi madre refiere una anécdota que a mí me parece divertida (a ella también, aunque a mi padre no). En uno de sus viajes en coche llegaron por la tarde a una ciudad de Castilla donde decidieron pernoctar. No habían sacado todavía las maletas del coche cuando se registraron en el hotel. Firmaron en la ficha de huéspedes bajo la desaprobadora y lúbrica mirada del recepcionista. Mi padre no tenía por qué dar explicaciones, pero las dio. Le dejó claro, sutilmente, que aquella hembra era su esposa canónica.
Mi madre fue una belleza de joven, y ya se sabe que quien tuvo retuvo. Todavía hay hombres que al cruzarse con ella se giran. En una ocasión iban mi hermana y ella paseando por el Muro. Caminaban abrazadas cuando, sin mediar provocación –a no ser que abrazarse públicamente sea una provocación- un hombre de las cavernas con el que se cruzaron les espetó: ¡lesbianas! Y soltó un escupitajo para, a continuación, limpiarse con el dorso de la mano los restos de bilis que había soltado. Tras un instante de estupor madre e hija rompieron a reír.
En cuanto a mi padre, no pienso que parezca mayor. Viste con gusto y elegancia, conserva todo el pelo en la cabeza, e intelectualmente es muy lúcido. Pero el cabello, totalmente cano, y su postura, algo encorvada, le echan años encima. Mi madre está cansada de decirle que ande derecho; pero él se repliega sobre sí mismo como si tratara de evitar que sus pensamientos escaparan por las costuras del traje.
¡Laura, me tienes en ascuas, cuéntame de una vez qué le ocurrió a tu padre aquel día en el acantilado!
Está bien, te cuento. Yo no sé qué ocurrió realmente. Puedo relatarte lo que, en rigurosísimo secreto, me confío mamá, no lo digas que te lo he dicho, aunque probablemente lo supondrá, no es tonta. Esta es la historia que le contó papá.
Mientras estaba sentado en aquel banco junto al acantilado –confesó mi padre- me encontré con dos antiguos alumnos a los que había dado clase en su adolescencia. Ahora eran dos hombres de unos sesenta y pico años. Tal vez estaban jubilados, como yo. A pesar de los años transcurridos, debieron reconocerme y se acercaron a saludarme. Intercambiamos algunas frases amablemente y marcharon. Hasta aquí nada anormal, he vivido escenas como esta cientos de veces. Empecé a dar clases con veintitrés años, y dejé el encerado y la tiza con sesenta y cinco. ¡Más de cuarenta años de docencia! Así pues, es normal que conozca a mucha gente, y que algunos de ellos me reconozcan y se acerquen a saludarme. Y es curioso –o tal vez no tanto- que los más afectuosos son aquellos que fueron más gamberros en el Instituto. Como te digo, el encuentro del otro día con estos dos chicos fue de lo más normal. Lo distinto, lo novedoso, fue lo que dijeron al marchar. Apenas un susurro sin mala intención, y pensando –estoy seguro- que no podía oírles. En condiciones normales no lo habría oído, pero aquel día soplaba el nordeste. Este viento gélido que te atraviesa el cuerpo y que, con demasiada frecuencia, sufrimos en la costa asturiana. Fue ese inclemente viento el que me trajo esas tres palabras; fue sólo un golpe de aire en el momento preciso lo que me abofeteó en aquel instante. Sólo tres palabras, pero qué palabras. No puedo quitarme la imagen de la cabeza, los dos muchachos cuchicheando y el viento arrastrando hacía mí todavía está vivo…
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