lunes, 21 de mayo de 2012

Un sábado cualquiera...


Es sábado por la tarde. Siguiendo nuestra rutina sabatina paseamos por el centro de la ciudad. Entramos en la biblioteca pública para devolver un libro de Erich Fromm. El cielo amenaza lluvia, en el norte el cielo siempre amenaza, y Laura me recrimina no haber cogido un paraguas. Me separo de mi mujer –momentáneamente, se entiende- pues mientras yo quiero acercarme a una céntrica librería que está en la calle San Bernardo, ella aprovecha para ir a ver trapos. Las mujeres suelen ser muy coquetas.
Estoy en la planta de abajo, un sótano donde se encuentran libros técnicos: Economía, idiomas, Historia, Derecho, Ciencias, etc.
Me acerco a la sección de Sociología, en parte por interés por la temática y en parte atraído por la conversación que un cliente mantiene con la dueña del negocio, una mujer de unos 36 años. Escucho con disimulo. Hablan de la crisis económica.¡Qué raro!
El cliente lleva el mayor protagonismo. Que si el gasto en las autonomías, que si la prima de riesgo, que si algo tienen que hacer, que si lo que no se puede hacer es lo que pasa en Grecia con la gente en las calles, pues los inversores se marchan, etc.
Me muerdo la lengua para no intervenir en una conversación privada que trata de lo público; de ahí mis dudas sobre una posible intervención. El cliente marcha despachado a gusto.
En ese instante llega mi mujer y le señalo las novedades haciendo ver la gran cantidad de libros sobre la crisis económica. La dueña, que aún debían quedarle ganas de hablar, interviene: “Sí, están muy de moda, con esto de la crisis…” pero enseguida deriva la conversación hacia su particular visión de la crisis, cimentada en ese generalizado desprecio hacia lo público; que si ella se operó de unos pólipos y en una semana ya estaba trabajando mientras una amiga suya funcionaria había estado más tiempo de baja, que si debería haber más control, que si las autonomías, que si lo público está muy bien pero…..(esa adversativa siempre me ha parecido muy simpática; me recuerda aquella otra de “yo no soy racista pero…”).
El caso es que los tres nos enzarzamos en una conversación formalmente educada pero donde afloran diferencias de opinión. Por la manera de reaccionar de la librera me doy cuenta de que mis argumentos no la convencen, (aquí no vale aquello de que el cliente siempre tiene razón). Eso se nota, pues aunque su cabeza asienta, la mirada vaga y esquiva de sus ojos, y el trazo escéptico que dibujan sus labios contradicen lo anterior.
La charla ya empieza a durar demasiado y no conduce a nada. Yo ya me he encaramado disimuladamente a la escalera y solo necesito una señal para partir. El teléfono suena en ese instante, es nuestra ocasión; nos despedimos amablemente.
Ya en una cafetería, hojeo la prensa, el mismo cansino discurso sobre la crisis, los mismos argumentos, las mismas ideas, los mismos culpables, las mismas mentiras…Me recuerdan las consignas que repetía maquinalmente la muchacha de la librería.
¡Qué lástima! –pienso en ella- ¡con la cantidad de libros interesantes que tiene al alcance de sus manos y que no haya leído al menos unos cuantos!.

1 comentario:

  1. Ya sé qué librería es. No pienso comprar más ahí.

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