Cuando le dije a mi médico de cabecera que tenía problemas con los signos de puntuación me miró desde su bata blanca, por encima de unas gafas redondas, con aire de preocupación. Me preguntó qué me ocurría exactamente. Le conté que en ocasiones dudaba con los signos de puntuación. Si debía poner coma el final de determinadas frases o no. Si sería mejor un punto o, tal vez, un punto y coma. Por ejemplo -le dije- me preocupan mucho los “sin embargo”. El otro día estaba en el ordenador de mi casa escribiendo un pequeño relato y mientras escribía “Detestaba todo de ella y, sin embargo, la odiaba”, dudé si lo correcto sería escribir “Detestaba todo de ella y sin embargo la odiaba”,”. ¿Entiende lo que le digo, doctor?. Él asintió y continuó con sus preguntas. ¿Qué enfermedades ha pasado de niño?. Le dije que todas las habituales. Me preguntó, ¿y la gramática?, también –respondí- cuando iba a primaria.
Bien, –seguía con sus preguntas- ¿ha observado problemas con la sintaxis, la ortografía o la fonética?. Le dije que no, al menos que yo fuera consciente. Hombre, cuando escribía en catalán, en ocasiones dudaba con los pronombres débiles, pero que eso le pasaba a muchos catalanes y que tampoco me parecía tan grave.
A continuación se interesó por la alimentación. Con la mirada esquiva le dije que más o menos consumía de todo, variado y sano. No convencido me preguntó exactamente qué ingería. Me sinceré. Básicamente novelas del siglo XIX y XX y ensayos. Puso el grito en el cielo. Eso está bien, pero ¡¿y la poesía?!, ¡¿y el teatro?!. Le dije que el teatro era superior a mí, que no lo soportaba; me molestaba páginas y páginas llenas de diálogos y ningún narrador. Y en cuanto a la poesía, le dije que sólo la consumía de vez en cuando, que por lo general me resultaba indigesta. Que únicamente toleraba a poetas que escribieran de manera sencilla y comprensible como Antonio Machado o Ángel González. Me dijo que lo entendía, que le pasaba a la mayor parte de la población, pero que era importante mantener una dieta equilibrada y variada. No podemos nutrirnos solo de lo que nos gusta –aseveró-.
Indagó sobre si había antecedentes en mi familia, y le dije que sí, y con enfermedades mucho más graves. Que mis padres apenas habían cursado la educación primaria, y que eso deja secuelas para el resto de la vida. No eran analfabetos, pero sí tenían serios problemas con la sintaxis, la fonética y la ortografía.
Finalmente, me indicó que si no toleraba el teatro, podía sustituir sus nutrientes por novelas ricas en diálogos, pero que la poesía no debía olvidarla, que era muy necesaria, y no solo para escribir correctamente –añadió –sino, sobre todo, para alimentar un espíritu libre.
También me prescribió reposo absoluto durante al menos unos días, que no escribiera nada más que lo necesario, que utilizara frases cortas separadas por puntos, y que, sobre todo, evitara las subordinadas y los elementos conectivos y los relacionantes, que con el tiempo podría mejorar algo pero nunca esperara escribir como Marcel Proust.
Le di las gracias y marché con un ejemplar de “El Jarama” que me había pautado.
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