Es sábado por la tarde. Siguiendo
nuestra rutina sabatina paseamos por el centro de la ciudad. Entramos en la
biblioteca pública para devolver un libro de Erich Fromm. El cielo amenaza
lluvia, en el norte el cielo siempre amenaza, y Laura me recrimina no haber cogido
un paraguas. Me separo de mi mujer –momentáneamente, se entiende- pues mientras
yo quiero acercarme a una céntrica librería que está en la calle San Bernardo,
ella aprovecha para ir a ver trapos.
Las mujeres suelen ser muy coquetas.
Estoy en la planta de abajo, un
sótano donde se encuentran libros técnicos: Economía, idiomas, Historia,
Derecho, Ciencias, etc.
Me acerco a la sección de Sociología,
en parte por interés por la temática y en parte atraído por la conversación que
un cliente mantiene con la dueña del negocio, una mujer de unos 36 años.
Escucho con disimulo. Hablan de la crisis económica.¡Qué raro!
El cliente lleva el mayor
protagonismo. Que si el gasto en las autonomías, que si la prima de riesgo, que
si algo tienen que hacer, que si lo que no se puede hacer es lo que pasa en
Grecia con la gente en las calles, pues los inversores se marchan, etc.
Me muerdo la lengua para no
intervenir en una conversación privada que trata de lo público; de ahí mis
dudas sobre una posible intervención.
El cliente marcha despachado a gusto.
En ese instante llega mi mujer y
le señalo las novedades haciendo ver la gran cantidad de libros sobre la crisis
económica. La dueña, que aún debían quedarle ganas de hablar, interviene: “Sí,
están muy de moda, con esto de la crisis…” pero enseguida deriva la
conversación hacia su particular visión de la crisis, cimentada en ese
generalizado desprecio hacia lo público; que si ella se operó de unos pólipos y
en una semana ya estaba trabajando mientras una amiga suya funcionaria había
estado más tiempo de baja, que si debería haber más control, que si las
autonomías, que si lo público está muy bien pero…..(esa
adversativa siempre me ha parecido muy simpática; me recuerda aquella otra de
“yo no soy racista pero…”).
El caso es que los tres nos
enzarzamos en una conversación formalmente educada pero donde afloran
diferencias de opinión. Por la manera de reaccionar de la librera me doy cuenta de que mis
argumentos no la convencen, (aquí no vale aquello de que el cliente siempre tiene
razón). Eso se nota, pues aunque su cabeza asienta, la mirada vaga y esquiva de
sus ojos, y el trazo escéptico que dibujan sus labios contradicen lo anterior.
La charla ya empieza a durar
demasiado y no conduce a nada. Yo ya me he encaramado disimuladamente a la
escalera y solo necesito una señal para partir. El teléfono suena en ese
instante, es nuestra ocasión; nos despedimos amablemente.
Ya en una cafetería, hojeo la
prensa, el mismo cansino discurso sobre la crisis, los mismos argumentos, las
mismas ideas, los mismos culpables, las mismas mentiras…Me recuerdan las
consignas que repetía maquinalmente la muchacha de la librería.
¡Qué lástima! –pienso en ella- ¡con
la cantidad de libros interesantes que tiene al alcance de sus manos y que no
haya leído al menos unos cuantos!.