Entre los discursos de aquellos que quieren cambiar las cosas existen, grosso modo, dos tendencias: la búsqueda de la utopía y la reformista.
La utópica consiste en imaginar un mundo ideal y tratar de hacerlo realidad sin tener en cuenta la situación del momento, mientras que la reformista pretende realizar cambios dentro del sistema. Ciertamente, los cambios pueden ser superficiales o profundos.
También, por su parte, las utopías pueden ser grandes utopías o, más bien, modestitas, pequeñas utopías que diría el poeta Luís García Montero.
Los utópicos puros suelen quedarse con la idea de que es posible implantar un nuevo modelo social sin tener en cuenta la realidad existente. Éstos, a menudo, no pasan a la acción pues tienen unas expectativas tan altas que hasta ellos mismos no saben como acometerlas. Suelen quedarse en el discurso teórico y en el desprecio, por otro lado, bien justificado, hacia el sistema.
El problema de los reformistas puros es que, dado que parten de la realidad, son personas juiciosas, suelen acabar conformándose con reformas superficiales, de poco calado, a menudo, sencillamente maquilladoras.
Yo creo que la actitud más fructífera debe consistir en no renunciar a ninguna de las dos opciones. La visión reformista nos permite acometer cambios, más o menos lentos, pero inexorables partiendo de la realidad del momento. Pero nuestro “yo” utópico, se va a mostrar insaciable, hambriento, ilusionado con reformas más profundas. Es decir, creer en la utopía nos va a mantener la tensión de lucha permanente para que los cambios sociales no queden en meros cambios de atrezzo. Es decir que no ocurra aquello que decía Giuseppe Tomasi di Lampesuda en El Gatopardo de cambiar algunas cosas para que todo siga igual.
Por ello, esa aparente disyuntiva “utopía o reforma” no es tal, ambas son perfectamente compatibles.
La utópica consiste en imaginar un mundo ideal y tratar de hacerlo realidad sin tener en cuenta la situación del momento, mientras que la reformista pretende realizar cambios dentro del sistema. Ciertamente, los cambios pueden ser superficiales o profundos.
También, por su parte, las utopías pueden ser grandes utopías o, más bien, modestitas, pequeñas utopías que diría el poeta Luís García Montero.
Los utópicos puros suelen quedarse con la idea de que es posible implantar un nuevo modelo social sin tener en cuenta la realidad existente. Éstos, a menudo, no pasan a la acción pues tienen unas expectativas tan altas que hasta ellos mismos no saben como acometerlas. Suelen quedarse en el discurso teórico y en el desprecio, por otro lado, bien justificado, hacia el sistema.
El problema de los reformistas puros es que, dado que parten de la realidad, son personas juiciosas, suelen acabar conformándose con reformas superficiales, de poco calado, a menudo, sencillamente maquilladoras.
Yo creo que la actitud más fructífera debe consistir en no renunciar a ninguna de las dos opciones. La visión reformista nos permite acometer cambios, más o menos lentos, pero inexorables partiendo de la realidad del momento. Pero nuestro “yo” utópico, se va a mostrar insaciable, hambriento, ilusionado con reformas más profundas. Es decir, creer en la utopía nos va a mantener la tensión de lucha permanente para que los cambios sociales no queden en meros cambios de atrezzo. Es decir que no ocurra aquello que decía Giuseppe Tomasi di Lampesuda en El Gatopardo de cambiar algunas cosas para que todo siga igual.
Por ello, esa aparente disyuntiva “utopía o reforma” no es tal, ambas son perfectamente compatibles.
Para concluir una última reflexión. Resulta curioso que la "utopía" que pretendemos muchos de los indignados en estos tiempos consiste sencillamente en que disposiciones legales ya existentes como la Declaración Universal de los Derechos humanos en el ámbito internacional, o conceptos recogidos en nuestra Constitución de 1978 como "democrático", "social" y de "Derecho" dejen de ser papel mojado y sean realidad.
Algunos en estos momentos nos conformaríamos con eso.
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