domingo, 28 de septiembre de 2025

Amigos para rato(s)

 




Cuando uno está en la cincuentena, adquiere una perspectiva del tiempo lo suficientemente amplia como para reflexionar sobre su inexorable y vertiginoso paso. E inevitablemente piensa con demasiada frecuencia en los estragos que este causa en nuestras vidas; y no me refiero a la vista cansada – ¡si sólo fuera la vista!, ni a la pérdida de cabello en los hombres, ni a los surcos que empiezan a cartografiar nuestra piel, ni a otros signos externos que invitan a ser tratados de usted. Tampoco somos ya capaces de correr los 100 metros en menos de 10 segundos. Aquí exagero, pero ustedes ya me entienden.

Pero yo no quería hablar sobre la devastación que el paso del tiempo inflige en nuestros tersos cuerpos de juventud; la publicidad y la propia sociedad ya se encargan de recordárnoslo a cada instante. Yo quiero reflexionar sobre la relación entre el paso de tiempo y las amistades.

Si pienso en los amigos que tenía hace, por ejemplo, veinte años, me doy cuenta de que algunos ya no están. En algunos casos, los menos y más lastimosos, porque sus corazones dejaron de latir. Pero lo más habitual es que la amistad se haya extinguido como un fuego en esa vaguedad que llamamos circunstancias de la vida. En algunos casos, que puedo contar con los dedos de una mano, el fin se produjo por un tajo seco e imposible de coser: una discusión, una riña, una traición, o sencillamente un malentendido que ninguna de las partes tuvo interés en abordar. Pero lo más frecuente, hablo siempre desde mi experiencia, ha sido un paulatino distanciamiento, una muerte lenta por enfriamiento. Y créanme que, en muchos casos, lamento esas pérdidas, esas bajas, esas casualties in the battle, que dirían los ingleses. Pienso, por ejemplo, en amistades de la universidad, de aquellos días de vino y mapas (estudié Geografía); de algunas debo conservar el teléfono en una de esas agendas de papel que utilizábamos el siglo pasado; si me atreviera a llamar, seguramente respondería otro abonado, wrong number. Lo cierto es que con otras podría contactar, pero hace ya tanto tiempo que no sé si merece la pena… 

¡Excusas!

Está bien, supongamos que llamo a fulanito, le tiendo mi mano y me la rechaza, ¡qué se ha creído!... ¡Es la guerra!  (Aquí sonrío, pues me acuerdo de una hilarante escena de Groucho Marx en “Sopa de Ganso” en la que imaginación va por delante de la realidad).

En efecto, si no llamamos a fulanito es, por decirlo en lenguaje coloquial, porque nos da corte. Tenemos miedo al rechazo, como cuando de adolescente nos gustaba alguien y en lugar de buscar la interacción la rehuíamos, no fuera a pensar que…

Miedo al rechazo, in other words, miedo al fracaso. Qué tontos somos lo humanos, ¿verdad?

Si en la primera parte de este escrito hablé del pasado, ahora quiero referirme al futuro. El otro día estaba cenando con mi mujer y, hablando de amistades, le planteé una cuestión: dentro de veinte años, (aquí habría que puntualizar, si aún vivimos…) ¿cuántas de las amistades que ahora tenemos crees que se mantendrán incólumes y cuántas pasarán a formar parte de la lista de casualties in the battle? Empezamos a invocar nombres. En algunos casos ambos coincidimos en un sí rotundo: fulanito o fulanita seguramente (este “seguramente”, es curioso, resta seguridad) seguirán siendo amigos nuestros; pero con otros nombres torcimos el gesto: hay amistades más frágiles que otras. No voy a dar nombres, más que nada para evitar eso que llamamos profecía autocumplida, pero la reflexión ahí queda.

 


lunes, 8 de septiembre de 2025

La inepcia de Mr. Ripley

 


¡Cómo es posible destrozar una gran novela con tan pérfido y tamaño bodrio!

Ayer mi mujer y yo sufrimos en carne viva la versión cinematográfica de la gran novela de Patricia Highsmith El talento de Mr. Ripley, dirigida en 1999 por Anthony Minghella (El paciente inglés, 1996). Dejando de lado la novela, la película, cinematográficamente hablando, es pretenciosa y aburrida. Sin embargo, lo peor, lo que más indignación nos produjo es la utilización del nombre de la novela en vano. Cualquier parecido con la ficción novelada es pura coincidencia. Se utilizan los nombres de los personajes, las localizaciones y la inspiración de la historia para crear otra historia que sólo vagamente recuerda a la novela. Por ejemplo, los personales de la novela, a diferencia de los de la película, no son planos, sino que se mueven en una inquietante ambigüedad. El Mister Ripley de la película (Matt Damon) es un llorica que inunda de lágrimas medio metraje; sin embargo, el auténtico Mister Ripley (hablar de autenticidad ya es una ironía en esta historia) es un cínico con el lacrimal seco. Tampoco queda muy bien parado el personaje de Dickie Greenleaf (Jude Law), demasiado superficial y sin ningún parecido físico con Tom (en la novela se parecen y eso es parte de la gracia de la historia). Otro ejemplo: la insinuación de la homosexualidad en la novela –en las novelas- de Highsmith es siempre sutil, casi imperceptible, mientras en la película es bastante patente.

En definitiva, si todavía no han visto la película, están a tiempo: ¡no la vean! Lean la novela, me lo agradecerán. Es probable incluso que se enganchen a la serie de novelas del inefable Mr. Ripley (cinco libros impagables).

Y si por desgracia no les gusta leer, siempre pueden acudir a la versión cinematográfica que dirigió René Clément en 1960 con Alain Delon y Maurice Ronet y que se tituló A pleno sol. No tiene la enjundia de la novela, pero es mucho más decente.