La heroica ciudad se desperezaba todavía
tras una noche ajetreada por las fiestas locales. Era una mañana apacible de
septiembre; cielo despejado, algo no muy frecuente en el norte de España, y una
temperatura que invitaba a sentarse en la terraza de una cafetería.
Me acomodé en la terracita del “El
reloj de Porlier” junto al viajero de Úrculo. El viajero es
el nombre con que popularmente se conoce a una estatua cuyo misterioso nombre
es en realidad El regreso de Williams B. Arrensberg. Al principio
yo era el único cliente y desde donde estaba sentado se podía divisar la
espléndida catedral. No podía ver, pero sí recordar, que en la plaza de la
catedral, contigua a la plaza Porlier, se encontraba otra estatua, la de La
Regenta, e imaginaba a esta atribulada señora acudir presa de una voluptuosidad
pecaminosa a su confesor, el magistral Don Fermín de Pas. Estos y otros
personajes callejean cotidianamente por Vetusta. Yo los he visto.
La idílica quietud en que yo y mi café nos
sumimos se turbó con la invasión de una masa incontrolada de turistas senior.
El guía, para mi desgracia, les concedía tiempo libre, y empezaron a colonizar las mesas todavía vírgenes de mi terraza. Pero el ser humano
es capaz de adaptarse a las situaciones más extremas y, así, yo también me
amoldé a la nueva circunstancia.
Justo en la mesa contigua a la mía se
sentaron cinco septuagenarios: dos hombres y tres mujeres. Por
su hablar deduje que eran aragoneses, pero mi sorpresa –agradable sorpresa- se
produjo cuando de vez en cuando utilizaban el catalán (con acento graciosamente
maño). Es decir, que utilizaban indistintamente el castellano y el catalán con
la naturalidad a la que estamos acostumbrados los que provenimos de territorios
bilingües. Son de La Franja de Ponent, pensé. (Así la llamamos
en Cataluña, aunque lógicamente para ellos será la franja oriental). Seguí
escuchando con curiosidad, no tanto por lo que decían, sino por cómo lo decían;
prestando atención a la sonoridad de su habla y congratulándome por la convivencia
pacífica de ambas lenguas.
Efectivamente, somos de la franja, me respondieron cuando
los abordé impulsado por mi curiosidad. Venimos del Matarraña.
Asentí admitiendo que sabía de la existencia de la comarca, aunque solo la
conozco por referencias. Una de ellas se desmarcó: yo soy de Andorra,
cerca de Alcañiz, también asentí porque soy capaz de situar ambos topónimos
sobre el mapa. Su compañero me contó, en referencia al pueblecito de la señora,
que no pocos viajeros llegan despistados en sus coches preguntando por la calle
comercial… ¡¿La calle comercial en este pequeño pueblo de Teruel?!...
Algunos -añadió- incluso llevan sus esquíes en la baca del coche. Claro,
esto pasa - aclaré innecesariamente-, porque escriben Andorra
en el navegador y…
No hacía falta decir nada más, nos reímos
de la estulticia de algunos.
Me despedí del simpático grupo de
aragoneses deseándoles, en catalán, que pasaran un buen día en la
heroica ciudad.