viernes, 8 de diciembre de 2017

Pesadilla en Vodafone Street



Voy a narrar sucintamente lo que les pasó a mis suegros por rodearse de malas compañías.

Todo empezó una agradable tarde de verano. Estaban ya vestidos de calle y dispuestos para dar un paseo cuando, de repente,  llamaron al timbre de su puerta. Dos hombres,  uno alto y guapo, el otro no, irrumpieron en sus vidas. Se identificaron -es un decir- como comerciales de Vodafone, y mis suegros, que ya estaban predispuestos a escuchar ofertas de telefonía pues consideraban que pagaban demasiado en su actual compañía, les abrieron las puertas de su hogar de par en par. Los pasaron al salón y los sentaron en el sofá y, de esta manera, los comerciales pudieron desplegar cómodamente sus alas de seducción. Sólo faltó –atestigua mi mujer- un ofrecimiento de café y de pastas de té. No llegaron a la alcoba, pero consiguieron algo mejor: convencer a mis suegros de que contrataran los servicios de Vodafone. Una oferta fantástica, presumía mi suegra, teléfono fijo, dos móviles con tarifa plana, internet a no sé qué velocidad y televisión, todo ello  por no sé cuánto. ¡Una ganga!

Como suele suceder en este tipo de crímenes, mis suegros les proporcionaron todos sus datos personales, y el comercial guapo, que tenía mucha labia –el otro debía estar en prácticas-, les dio una hoja escrita a mano en la que, se suponía, aparecían las condiciones de la oferta. No hubo café ni pastas, pues tampoco hubo un contrato formal. El guapo les garantizó que en tres o cuatro días tendrían todos los servicios.

Ahí empezó la pesadilla en Vodafone Street. Les cambiaron el número de teléfono fijo, a pesar de haber solicitado portabilidad. Es provisional –les tranquilizaron-, es sólo para que la antigua compañía no pueda contactar con ustedes –bueno, esto último no lo verbalizaron, lo suponemos-.
Durante unos cuantos días, unos quince, no dejaron de tener problemas. Perdieron la conexión a internet, perdieron la telefonía fija, perdieron la paciencia. El teléfono de atención al cliente les daba largas y ninguna solución. Desesperados y al borde del suicidio, un día soleado, a modo de Deus ex machina, reciben una llamada telefónica, su antigua compañía, Orange. Temerosa de que marchen a la competencia (la mera solicitud de portabilidad hace milagros), les hace una nueva oferta, una oferta fantástica: teléfono fijo, dos móviles con tarifa plana, internet a no sé qué velocidad y televisión, todo ello  por no sé cuánto. ¡Una ganga! Y lo mejor: la posibilidad de perder de vista a Vodafone. A mi suegro casi se le caen las lágrimas, sí, sí quiero.

Y, sin embargo, se mueven. Vodafone les exhorta a que les devuelvan los aparatos (router, deco,…). ¿Cómo? Por correo, a costa del cliente; por  mensajero, a costa del cliente; o entregándolos en una oficina de Vodafone. Optan por esto último. En la tienda no lo recogen; les falta no sé qué número de referencia. Vuelta a casa con los aparatos entre las piernas, humillados y ofendidos. Intento de contactar con Vodafone. Complicado. Es paradójico cuán difícil  resulta comunicarse con una empresa precisamente de comunicación. Al final, mi suegra, iracunda, regresa con los aparatos a la tienda de Vodafone para que se los metan donde les quepan. Más negativas, pero ella amenaza con no marchar hasta que se lo recojan o hasta que le den una hoja de reclamaciones. El milagro se hace: aceptan los aparatos y le entregan un recibo de la devolución.

¿Fin de la historia? Pues no, Fukuyama. Vodafone, a pesar de la devolución, sigue enviando varios mensajes al día para que paguen lo que deben. Acoso sexual: no paran de tocarles los cojones. Vuelta a la tienda, les dicen que es normal (sic), que es una máquina programada para repetir el mensaje. Que no hagan caso, que sólo durará unos días…


En fin, en ese punto estamos. Ya les contaré, si les apetece, cómo acaba la historia. Si es que acaba.


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